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Discurso del Dr. Jorge Orlando Melo
Cali, febrero de 2006
Hoy un numeroso grupo de alumnos de ICESI recibe el diploma
que confirma que han terminado con éxito sus estudios. Ellos se
preparan para vivir por su cuenta, trabajar y ganarse la vida, formar
una familia y convertirse en ciudadanos de este difícil país.
El pasado, los años recientes en la Universidad, les importan ya
poco: son un conjunto de recuerdos, amables y divertidos, que se irá
borrando gradualmente. Es el futuro el que resulta al mismo tiempo inquietante
y seductor, lleno de incertidumbres y promesas. Es el futuro el que hay
que enfrentar, es al futuro a donde hay que mirar.
Hoy no puedo dejar de pensar en un día parecido,
hace cuarenta años, cuando recibí de la Universidad Nacional
mi diploma de grado. No dejo de pensar en lo que ha pasado en estos cuarenta
años, y como se fue transformando el futuro entonces prometido
en el complicado mundo que hemos vivido.
A mediados de los años sesentas, Colombia trataba
de recuperarse de décadas de violencia y de encontrar el camino
para el crecimiento económico y el progreso social. Los que terminábamos
estudios, en un ambiente agitado por las promesas de justicia social de
la revolución cubana, veíamos con impaciencia un país
lleno de injusticias y un sistema político sesgado y excluyente.
Creíamos que sólo un cambio social profundo, una distribución
radical del ingreso, una reforma agraria seria, podrían dar a los
campesinos y obreros que formaban la inmensa mayoría las posibilidades
de una vida digna, y que la paz que se anunciaba no podría sostenerse
sin que salieran los colombianos de la pobreza y la miseria.
Estas ideas, que podían haber servido para impulsar
un rápido cambio democrático, llevaron, por los trágicos
senderos de la realidad, a una gran tragedia. En un momento en el que
las normas legales reservaban a liberales y conservadores el derecho a
ocupar cargos públicos, en un país en el que los dueños
de la riqueza defendían estructuras sociales arcaicas y opresivas,
muchos de los jóvenes de mi generación dejaron de creer
en la democracia y se convencieron de que las armas eran el camino hacia
la paz y la justicia. Al apoyar la guerrilla, al irse al monte, sembraron
las semillas para una nueva ola de violencia, de la que no hemos salido.
El esfuerzo largo y paciente por organizar nuevos grupos políticos,
por convencer a la población, por ganar el espacio para defender
otras visiones políticas y sociales, fue abandonado a cambio de
la ilusión, heroica pero ingenua e insensata, de un rápido
triunfo de la revolución. Y por supuesto, en vez de avanzar hacia
la paz el país se endureció en la violencia, que fue al
mismo tiempo arma de la revolución y de quienes se oponían
a ella; en vez de avanzar hacia la prosperidad creó más
y más miseria, más desempleo, más desplazamientos.
No es el momento de recordar los horrores que hemos vivido:
la degradación en las formas de violencia de guerrilleros y paramilitares,
la agresión cruel a los ciudadanos indefensos, la suerte de una
población civil cada vez más agobiada por una guerra que
escapa a su comprensión. Pero si es oportuno anotar que la guerrilla,
al debilitar los sistemas de justicia y alejar al Estado de muchos lugares
del país, preparó el terreno para el auge del narcotráfico,
que desde mediados de los años setentas añadió nueva
fuerza a la guerrilla y regó las aguas podridas del crimen por
todas partes. Entre 1960 y hoy, unos 650.000 colombianos han muerto como
consecuencia de la acción guerrillera, del narcotráfico,
y de la delincuencia que se ha nutrido de sus fuerzas y sus armas.
En tal ambiente de conflicto, el cambio social pacífico
fue imposible. Sindicatos y organizaciones rurales cayeron víctimas
del enfrentamiento, seducidas por las ilusiones guerrilleras o eliminadas
a sangre y fuego por propietarios que veían en cualquier forma
de organización independiente un peligro para la propiedad y la
vida, y que organizaron, cuando los jefes narcotraficantes les ofrecieron
orientación y fuerza, grupos armados contraguerrilleros, que en
ocasiones recibieron el apoyo de militares, funcionarios públicos
y ciudadanos comunes y corrientes. Hasta las tierras que en los tímidos
esfuerzos de reforma agraria de esos años fueron reservadas y asignadas
a colonos, terminaron en manos de narcotraficantes y paramilitares, como
lo muestra la historia agraria del Magdalena Medio.
Creíamos entonces que era posible que los beneficios
del progreso económico fueran a los más pobres y necesitados.
Los defensores del pasado insistían en que no podía distribuirse
lo poco que había, y que el único camino a la equidad era
aumentar la producción y desarrollar la economía: que tan
pronto como se diera el crecimiento sus beneficios gotearían insensiblemente
hacia los más pobres y la distribución de la riqueza mejoraría.
Lo que ocurrió en estos años es claro: hubo crecimiento
económico y el ingreso per capita colombiano se duplicó
en estos cuarenta años. Pero el desarrollo no produjo ningún
cambio en la distribución de riqueza, aunque sin duda la condición
de la mayoría de la población mejoró.
Hoy pues, mirando atrás, tenemos que reconocer
que las ideas que teníamos hace cuarenta años sobre Colombia,
los sueños de ayudar a convertirla en una nación pacífica,
justa y próspera, no se han cumplido. Hoy el país es más
rico, pero más violento, y tan desigual como entonces. Y sin embargo,
esta tarde, revisando lo que ha ocurrido en estos años, no me siento
tan frustrado, ni quiero trasmitirles a Ustedes una sensación de
impotencia. En efecto, mientras muchos de mis compañeros se iban
a la guerrilla o se empeñaban en una lucha sin perspectivas, los
menos heroicos dedicamos nuestros esfuerzos, durante años, a trabajar
en el mundo de la educación y la cultura. Y hoy, al repasar la
historia de Colombia de los últimos cincuenta años, siento
que puede afirmarse que han sido los cambios culturales y educativos los
que más han ayudado a que, pese a la violencia, el país
avance, se transforme, y ofrezca perspectivas mejores.
¿Donde han estado los mayores cambios en nuestra
vida?
En primer lugar en la igualdad de las mujeres: en la segunda mitad del
siglo pasado ellas adquirieron derechos iguales a los hombres, están
recibiendo ahora una educación prácticamente igual a ellos,
y están en camino de lograr la igualdad laboral. Fue un cambio
cultural que estuvo impulsado ante todo por la ampliación de la
educación secundaria y universitaria, y por las nuevas formas de
familia y conducta sexual promovidas por la generalización del
control de la natalidad.
En segundo lugar en la educación. El país
analfabeta de hace cuarenta años ha sido reemplazado por una nación
en la que casi todos los niños van a la escuela elemental, más
de la mitad terminan secundaria y más o menos el 25% de ellos entran
a la universidad. Las consecuencias de este cambio son difíciles
de estimar, pero estoy seguro de que la expansión de la educación
y su extensión rápida a sectores medios y bajos de la población
fue el gran freno a una concentración mayor de la riqueza, que
habría ocurrido sin la creación de nuevas clases medias
generada por la expansión del bachillerato y de clases medias altas
producida por el avance de la universidad. Muchos de Ustedes pueden revisar,
en su misma familia, si sus cuatro abuelos fueron a la universidad, para
ver como en tres generaciones muchas cosas cambiaron.
La educación también mostró su capacidad
de mejorar la vida de los colombianos en otras formas, como en Bogotá,
por ejemplo, donde ayudó a transformar las formas de convivencia
entre los habitantes, a reducir la violencia y a comprometer a cada ciudadano
con el progreso de todos
Sin embargo, estos cambios son limitados, y las desigualdades sociales
se reproducen en la escuela. Hace años, en Medellín, visité
un colegio público en el barrio Santo Domingo Savio, una de las
zonas pobres de la ciudad. Le pregunté a los jóvenes del
último año quiénes se presentarían a la Universidad,
y me dijeron que ninguno: según ellos, no podían pagar las
matrículas de la universidad privada, y la universidad pública
era demasiado competida: viniendo de un colegio sin laboratorios, sin
bibliotecas, de casas sin libros, no tenían posibilidades de ganar
los exámenes de admisión. Hace tres años una niña
de un colegio de San Francisco, un municipio de Antioquia, me dijo que
en su pueblo no se conocía a nadie que hubiera logrado entrar a
la Universidad de Antioquia: la joven, que trataba de conseguir apoyo
para una biblioteca y un centro literario, estaba convencida de que el
colegio sin libros del pueblo, en el que debían aprender de memoria
unos pocos textos, no les daba la habilidad real para competir en el medio
universitario. Y seguramente tenía razón.
Quiero, a partir de estos hechos, subrayar que distribuir
la riqueza, en una sociedad sin una sólida estructura democrática
y sin gran tradición de paz, es casi imposible. Los grupos más
prósperos tienen siempre una gran capacidad de oponerse, usando
a veces la violencia, y si la democracia avanza y la justicia funciona,
apelando a su mayor capacidad política y económica. Casi
todos los que tienen mucho piensan que perderán algo si se distribuye
mejor la riqueza. En nuestra sociedad globalizada, los esfuerzos de imponer
altos impuestos a los grupos más ricos alejan los capitales y debilitan
la inversión, de manera que los ricos se defienden con un mecanismo
muy simple: frenando el progreso económico. Por supuesto, se puede
hacer mucho más en este campo, y por lo menos hay que tratar de
que los gobiernos no se plieguen fácilmente a la tentación
de favorecer todavía más a los ya favorecidos, con subsidios
y nuevas rebajas de impuestos.
Nadie, sin embargo, se siente amenazado por el avance
de la educación ajena, nadie siente que lo perjudica la distribución
más amplia de los bienes culturales. Para muchos, por el contrario,
es claro que una sociedad más culta nos ayuda a todos, nos beneficia
a todos. Por ello, lo que aún puede hacerse con éxito en
este país es promover con más y más decisión
el mejoramiento de la educación, en especial de la educación
pública, de la que se da en los pequeños pueblos, en los
lugares remotos, en los sitios atrasados o en los barrios pobres de las
ciudades. Buenos colegios públicos son el principal canal de equidad
social que le queda a nuestra sociedad, y por eso es allí donde
debe estar la prioridad de inversión para los próximos años.
Y buenos colegios son, en esencia, colegios en los que
se formen los instrumentos fundamentales del pensamiento, más que
los que llenen a sus estudiantes de información y conocimientos.
Y esos instrumentos fundamentales son ante todo el dominio del idioma,
el desarrollo de la capacidad de razonamiento lógico y matemático
y la sensibilidad estética. Muchos de los jóvenes que estudian
en los colegios privados, como seguramente lo hicieron la mayoría
de Ustedes, pueden compensar las debilidades de los colegios con el ambiente
familiar, en el que juguetes y computadores, viajes y libros, discusiones
y revistas contribuyen a desarrollar esas habilidades mínimas.
Pero quienes están en familias donde no se conocen los libros ni
los periódicos, donde el producto cultural más importante
es una televisión cada vez más elemental, necesitan colegios
buenos y experiencias culturales enriquecedoras para desarrollarse.
Por esta convicción, en los últimos 12 años
de mi vida, se me convirtió en obsesión el esfuerzo por
poner los libros y el arte al alcance de los niños. En Medellín,
en 1993 y 1994, tratamos de crear una red municipal de bibliotecas públicas
a las que se dieron libros y computadores. Desde 1994 hasta el año
pasado, en la Biblioteca Luis Ángel Arango, pude ayudar en un proceso
que convirtió su colección en la más amplia y variada
de América Latina, una biblioteca modelo al servicio de la educación
universitaria y secundaria y de la cultura. Al mismo tiempo, abrimos nuevas
bibliotecas en muchos sitios del país, como Buenaventura o Popayán,
con la idea de transformar rápidamente la calidad de la educación,
de ayudar a cambiar el modelo de enseñanza, de enriquecer el trabajo
de clase con una experiencia más libre, creadora y variada de contacto
con la cultura
Del mismo modo, hace unos tres años extendí
esta obsesión a los pequeños municipios del país,
al proponer al gobierno nacional retomar los viejos programas de bibliotecas
justamente donde más falta hacen: en cabeceras municipales donde
hay tres o cuatro colegios, pero los estudios se apoyan en unos pocos
textos escolares y en un uso todavía primitivo de los recursos
del computador. Hoy, 580 municipios han recibido unas bibliotecas modelos,
con libros, computadores, películas y televisores, que tratan de
ofrecer a los niños y jóvenes la oportunidad de descubrir
la lectura, la literatura y el cine, con su capacidad para desarrollar
el idioma y el pensamiento crítico y creativo.
Hace cuarenta años mi generación quería
cambiar el país, y logró muy poco. Hoy Colombia está
en una situación que puede parecer semejante Después de
años de intensa violencia, está ha comenzado a disminuir
rápidamente, y hay razones para que siga disminuyendo. Los avances
en la educación y el cubrimiento de servicios de salud comienzan
a ofrecer a los colombianos más pobres al menos un comienzo más
equitativo en la lucha por la vida. La vida política se ha hecho
más rica y diversa, y el viejo monopolio de los partidos se ha
deshecho.
Pero como hace cuarenta años, hoy las oportunidades
llegan en medio de amenazas y peligros. La tentación de la violencia,
la ceguera frente a los efectos sociales del narcotráfico, la aceptación
individual de los beneficios de la ilegalidad, en lo que cayeron las generaciones
que hoy manejan el país, hicieron que Colombia viviera esa terrible
tragedia de las últimas décadas. Quienes llegan hoy a la
ciudadanía real, al salir a actuar en el mundo del trabajo, enfrentan
hoy desafíos y seducciones similares. La tentación de la
violencia no ha desaparecido, la paz que estamos consiguiendo parece que
solo puede lograrse a costa de ceder el dominio de varias regiones del
país a unas elites violentas y corruptas, las posibilidades de
enriquecerse cerrando los ojos a las violaciones de las leyes y la decencia,
a las consecuencias de la ilegalidad, la evasión tributaria o la
corrupción, siguen vigentes.
En los países bien ordenados y respetuosos de las
reglas de juego, donde ni la violencia, ni la miseria, ni la corrupción
ensombrecen la vida, es suficiente que un ciudadano cumpla adecuadamente
sus deberes, viva su vida familiar y laboral con decencia y tranquilidad.
Al trabajar bien en beneficio propio trabaja también por los demás.
Pero en un país como el nuestro, donde todavía la violencia
amenaza y golpea diariamente a muchos colombianos, donde miles de compatriotas
están retenidos en manos de secuestradores, donde los recursos
públicos se desperdician en contratos corruptos y en obras innecesarios
destinadas a financiar carreras políticas, un ciudadano tiene que
ser mucho más que un buen miembro de familia y un honesto trabajador:
tiene que ser capaz de pensar en algo más que en la búsqueda
legítima y honesta del bienestar y el placer privados.
Tiene que comprometerse siempre con la sociedad, no dejar
a los políticos el manejo de la política, participar en
los asuntos públicos, no transar con la corrupción, tener
el valor de renunciar a los beneficios de la trampa y la ilegalidad, de
rechazar los favores del clientelismo. Tiene que rehusar con firmeza,
con energía, toda apelación a la violencia, todo apoyo a
grupos armados de cualquier tipo, todo beneficio proveniente de la protección
de armas ilegales. Tiene que aplazar el disfrute puramente placentero
e inmediato de sus bienes, para contribuir con el ahorro y la inversión
a un crecimiento más rápido de la riqueza privada y de todos.
Tiene que entregar parte de su energía, su tiempo y su voluntad
al beneficio de la sociedad, a la defensa de la naturaleza, a la búsqueda
de una sociedad más justa, donde todos tengan la posibilidad de
trabajar y de crear en el trabajo las oportunidades para una vida digna.
Nosotros no hicimos nuestra tarea bien: hay mucho por
corregir y queda mucho por hacer. Confiemos en que esta generación
que ahora se enfrenta a un país sin terminar, siente que hoy, al
recibir un grado, no está “terminando sus estudios”
como se dice coloquialmente, sino que apenas los comienza, y que deberá
seguir aprendiendo todos los días de la vida, en una sociedad que
solo saldrá adelante mediante el conocimiento, la educación
y la más firme e inflexible decencia personal.
Jorge Orlando Melo
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