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Discurso
ceremonia de grado febrero 7 de 1998
Cali, 7 de febrero de 1998
Dr. Francisco Piedrahita Plata
Van a enfrentar ustedes ahora un mundo
que ha cambiado tan rápido en los últimos cincuenta años
que nada de lo que ustedes ven o palpan es como era cuando sus padres
aprendían de sus abuelos cómo vivir en esos tiempos. La
ciencia y la tecnología han experimentado transformaciones en muchos
casos ni siquiera soñadas. Es un mundo que ofrece oportunidades
de bienestar maravillosas.
Y sin embargo ese mismo mundo y, sobretodo, este pedazo
de planeta que nos tocó en suerte, no encuentran la forma de salir
de enfermedades ancestrales como la violencia y la pobreza, ni de evitar
el avance de enfermedades más recientes como la corrupción
y el narcotráfico. Ni el progreso de las ciencias sociales, ni
los frecuentes cambios constitucionales y legales han probado ser eficaces
en la lucha por erradicar esas pestes y por encarrilar a Colombia en una
ruta de paz y de progreso.
Hace un año fuí invitado a participar en
un foro sobre Etica Civil organizado por la Fundación FES y la
Comunidad Jesuíta. Mientras muchos de los participantes denunciaron
el derrumbamiento de los valores fundamentales de los colombianos, Malcom
Deas, reconocido historiador, profesor de la Universidad de Oxford y profundo
estudioso de nuestra realidad, planteó sus dudas sobre la existencia
de una crisis de valores. Sostuvo que más bien lo que estamos experimentando
es una crisis de comportamientos. Que, según sus apreciaciones,
los valores de los Colombianos son muy semejantes a los de los Argentinos
o a los de los Ingleses. Que las diferencias están en los comportamientos.
Que no somos coherentes entre nuestras creencias y nuestros actos. Y que
los resultados de esa incoherencia son lamentables.
Ni es esta la oportunidad, ni soy yo el más indicado
para teorizar sobre esta diferencia de enfoque.
Pero creo con algunos psicólogos que los valores de las personas,
su medio ambiente, sus comportamientos y las consecuencias de esos comportamientos
interactúan y se modifican mutuamente mucho más de lo que
los predicadores de la paz y educadores en valores o los mejor intencionados
de nuestros jueces, gobernantes y jefes militares parecen creer.
Creo que nuestro país requiere cambios profundos en las actitudes,
en los valores de sus dirigentes y de sus ciudadanos comunes; pero requiere
también cambios profundos en sus instituciones y en el funcionamiento
de esas instituciones, si queremos mejorar los comportamientos de esos
dirigentes y de esos ciudadanos comunes.
Creo que tenemos que recuperar valores fundamentales para
la convivencia como la honestidad, la tolerancia y la solidaridad; pero
tenemos que lograr al mismo tiempo un Estado que cumpla por lo menos dos
funciones mínimas: la aplicación rigurosa de la ley mediante
la fuerza pública y el sistema judicial y la búsqueda de
igualdad de oportunidades para los ciudadanos mediante el sistema educativo.
Permítanme referirme brevemente a esos tres valores
sociales y a esas dos funciones del Estado cuyo rescate considero la tarea
más importante que ustedes, graduandos, y los de su generación
deben afrontar al asumir el liderazgo que les corresponde en el siglo
que está por empezar.
La honestidad implica un rechazo a la mentira, al robo
o a cualquier forma de engaño. Cualquier actividad social, cualquier
empresa humana que requiere que la gente actúe en concierto, se
frusta si no hay honestidad entre esa misma gente. Además, la deshonestidad
genera violencia. Bertrand Russell, ese británico genial que siendo
filósofo y matemático ganó el premio Nobel de Literatura,
alguna vez, en su carácter de maestro, promulgó lo que llamó
sus Diez Mandamientos. Dos de ellos tienen que ver con la honestidad.
Dice así uno: “Sea escrupulosamente veraz, aún si
la verdad es inconveniente, pues es más inconveniente si usted
trata de ocultarla”. Y el otro: “No piense que vale la pena
proceder ocultando evidencia, pues con seguridad esa evidencia saldrá
a la luz”. Nuestro Arzobispo Primado añadiría que
este mandamiento llega a la plenitud de su validez cuando la evidencia
tiene el tamaño y la forma de un Elefante.
¡Qué diferente sería nuestro país
si todos, y en particular nuestros líderes, practicáramos
estos principios de excelencia moral! ¡ Qué diferente sería
nuestro país si no nos mintiéramos y trampeáramos
permanentemente! ¡Qué diferente sería nuestro país
si las arcas del Estado no sufrieran el desfalco por parte de tantos funcionarios
públicos, ni el incumplimiento de los deberes tributarios por parte
de tantos ciudadanos! ¡Qué diferente sería nuestro
país si el narcotráfico y la codicia no hicieran tan comunes
al que peca por la paga y al que paga por pecar! ¡Qué diferente,
en fin, sería nuestro país si lográramos en la sociedad
un nivel mínimo de confianza, factor que se ha encontrado determinante
para el progreso de los pueblos!
La tolerancia entendida como “el respeto y consideración
hacia las opiniones o prácticas de los demás, aunque repugnen
a las nuestras”, según una acepción de la Real Academia
de la Lengua, es necesaria en la fundición de los cimientos de
cualquier democracia que quiera serlo de verdad. William White, un legendario
periodista norteamericano, se dirigió a un grupo como el de ustedes
en la Universidad de Northwestern, hace ya más de sesenta años.
Faltaba poco para iniciarse la Segunda Guerra Mundial y el Fascismo y
el Nazismo en Europa pregonaban que la minoría podía oprimir
a la mayoría si la minoría estaba convencida de su verdad.
Decía White: “Lo que ha ligado a los Estados Unidos como
una nación es la tolerancia - tolerancia y paciencia; en verdad,
tolerancia y paciencia sostenidas por un hondo sentido del deber”.
Y más adelante añadía: “La verdadera libertad
se funda en un vivo sentido de los derechos de los otros y en una convicción
beligerante de que los derechos de los otros deben mantenerse. Sólo
cuando una gente tiene este amor por la libertad, esta creencia militante
en la inviolabilidad de la dignidad de los demás, poseen las razas
y las naciones en su organismo social y político el catalizador
que produce el milagro químico de la fuerza y la unidad nacionales
cristalizadas”.
¡Qué distante está nuestro país
de estos ideales cuando los conflictos más elementales se resuelven
a balazos! ¡Qué distante está nuestro país
de esos ideales si son frecuentes “escuadrones” que asesinan
ciudadanos por su condición de indigentes o de homosexuales o por
cualquier sospecha de colaboración al otro bando en un conflicto!
¡Qué distante está nuestro país de esos ideales,
si no somos capaces siquiera de entablar un diálogo! ¡Qué
distante, en fin, está nuestro país de establecer una democracia
sólida si cada año muere víctima de la violencia
uno de cada mil de sus pobladores!
La solidaridad la entendemos como “conciencia de
la realidad del otro que nos mueve a acciones específicas y a adquirir
compromisos que van más allá del deber”. Con los dos
anteriores, la honestidad y la tolerancia, completa la trilogía
de valores indispensables para el logro de la Paz. Robert Coles, psiquiatra
infantil, profesor de Harvard, con una vida entera dedicada a la solidaridad
y al servicio, como actor y como observador científico, describe
en su libro “La llamada del Servicio”, una gran variedad de
formas de servir, todas válidas para enriquecer la vida y hacerla
moralmente útil. Destaco entre ellas la participación en
la actividad política y en el servicio a la comunidad. El primero
es crítico en estos tiempos cuando tantos participantes en la actividad
política nacional, abusando de su poder y de la pobreza y de la
ignorancia de vastos sectores de la población, operan en función
de sus intereses privados o de los de unos pocos financiadores importantes
de sus campañas que buscan sólo su provecho particular.
Es urgente la participación de miles de voluntarios que sacudiendo
su propia indiferencia se comprometan a informar, a educar votantes, a
combatir el escepticismo, a asumir posiciones y a defenderlas, a respaldar
y a acompañar a los candidatos que consideren limpios e idóneos.
El servicio a la comunidad es de otra naturaleza pero igualmente urgido
de participantes. Vivimos rodeados de una comunidad pobrísima,
que no puede satisfacer las necesidades más básicas y a
la cual con frecuencia olvidamos. Le queremos dejar el problema al Estado,
a ese Estado corrupto e ineficaz. Hay decenas de organizaciones, unas
seglares, otras apoyadas por iglesias, que se acercan de diferentes maneras
a esa comunidad desheredada. Esas organizaciones requieren nuestro apoyo
decidido. Es urgente reducir los índices de pobreza y de insatisfacción
de necesidades básicas si queremos una paz duradera... En fin,
sea en la lucha política o en el servicio a la comunidad, busquemos
en nuestro interior el impulso para comprometernos con este pedazo de
mundo enfermo y encontremos un lugar para desplegar nuestra energía
moral.
Dije antes que además de rescatar estos tres valores,
estas tres virtudes sociales de honestidad, tolerancia y solidaridad era
inaplazable rescatar también dos funciones del Estado que propician
el mejor comportamiento de los ciudadanos: la justicia y la educación.
Se ha hecho en los últimos años un esfuerzo
importante por mejorar la eficacia de la policía, eslabón
clave en un sistema de justicia. Y a partir de la Reforma Constitucional
del 91 y con la paulatina organización del sistema acusatorio,
parece que estamos haciendo avances en el funcionamiento de fiscalías,
juzgados y cortes, otro gran eslabón en ese sistema de justicia.
Ambos eslabones siguen débiles, pero dan indicios de estar fortaleciéndose.
El eslabón que definitivamente está suelto en esta cadena
es el del sistema punitivo. Es aceptado desde siempre que la expectativa
de ser capturado y sancionado es un factor de alta influencia en el comportamiento
de un delicuente. La probabilidad de que un criminal en Colombia sea capturado,
juzgado y encontrado culpable es bajísima según indican
todos los informes. Y ahora, con la desafortunada ley de la Alternatividad
Penal aprobada nos estamos asegurando de que si acaso ese criminal es
capturado, juzgado y encontrado culpable, entonces se le minimice la pena.
Como los presos no cabían en las cárceles, el Gobierno Nacional
y sus mayorías en el Congreso decidieron que en lugar de construir
más cárceles se deberían reducir las penas y liberar
los internos. ¡Qué despropósito! ¡Y nadie habla
de eso! ¡Ningún candidato se refiere al tema! El Director
del INPEC ya informó públicamente que en su presupuesto
no hay ni un peso para ampliar la capacidad carcelaria. Y el Congreso
dizque está estudiando un proyecto de aumento de penas. ¡Qué
incoherencia! Vendrá después una nueva versión de
la Alternatividad Penal para neutralizar su efecto. Colombia no verá
un mejoramiento substancial del Comportamiento de sus ciudadanos, una
reducción importante de los índices delincuenciales, mientras
el Estado no infunda temor al criminal.
La otra función del Estado que es imperativo vitalizar para que
cumpla su verdadero propósito es la de la Educación Pública.
La educación está llamada a ser la primera y más
importante herramienta para la justicia social. La educación idealmente
debería poner a los jóvenes de las clases más pobres
en capacidad de acceder a las mejores oportunidades. Y debería
formar en los valores básicos de convivencia a nuestros niños
y jóvenes. Sin embargo, por falta de recursos suficientes y por
serios problemas administrativos, la educación pública de
Colombia está lejos de cumplir estas misiones. Estamos en la llamada
era del conocimiento, en la que ese recurso es el que garantiza el éxito
de las empresas y el desarrollo de los pueblos. La globalización
de la economía nos impone exigencias adicionales en esta área.
Lamentablemente mi apreciación es que no sólamente estamos
viendo crecer la brecha que existe entre la educación de niños
y jóvenes ricos y la de niños y jóvenes pobres en
Colombia, sino que también está aumentando la que existe
entre niños y jóvenes colombianos y sus congéneres
de países desarrollados en la misma materia. Las consecuencias
del crecimiento de estas diferencias son inmensas, gravísimas.
Pero de este tema tampoco se habla. No causa preocupación a la
gran mayoría de nuestros congresistas. Y este Gobierno ha tenido
ya cuatro ministros de educación, un promedio de uno cada once
meses, el mismo que se mantiene desde hace veinte años.
Bueno Señoritas, Señoras, Señores graduandos: salen
ustedes a enfrentar una realidad difícil, pero salen con las mejores
herramientas. Con los conocimientos, valores y habilidades que han desarrollado
durante sus años en ésta, su Universidad.
Los invito a fortalecer esas virtudes y esas instituciones
de las que les he hablado para que así podamos mirar con optimismo
esta patria hermosa y desgarrada.
¿ Y cómo hacer ese fortalecimiento? La honestidad,
la tolerancia y la solidaridad, practicándolas, enseñándolas
con el ejemplo, impulsándolas en el seno de los grupos en los que
participen. ¿ Y las instituciones de justicia y educación?
Exigiéndolas de aquellos por los cuales van a depositar su voto,
ahora y en el futuro.
Los invito a llevar vidas moralmente útiles y a
apoyar líderes que llevan vidas moralmente útiles. Esas
vidas hacen la diferencia.
Todos en el ICESI deseamos para ustedes lo mejor en la etapa de sus vidas
que hoy empieza. Muchas gracias.
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