Por: Juan Pablo Milanese | Director de Ciencia
Política de la Universidad Icesi.
Estamos a pocas semanas de las elecciones destinadas a optar por
la futura composición de los ejecutivos y legislativos locales
y regionales. En este escenario, volvemos a encontrar una multiplicidad
de débiles partidos, efímeros movimientos y candidatos,
sin filiación política aparente, compitiendo por los
cargos vacantes. Esto, de por sí, no debería implicar
nada sorprendente, sin embargo, representa un riesgo para el buen
desempeño de la democracia. Intentaré explicar por
qué, evidenciando qué hace que los partidos políticos
sean indispensables para el funcionamiento de los regímenes
democráticos.
El
análisis no se asentará en premisas morales, sino
en un razonamiento técnico basado en dos elementos: la necesidad
de accountability y de gobernabilidad. El primero de los conceptos
puede ser entendido como rendición de cuentas, el segundo,
es un atributo propio de un sistema político en el que sus
instituciones gubernamentales actúan de forma eficaz y considerada
legítima por los ciudadanos. Esto permite el ejercicio de
la voluntad política del ejecutivo mediante la aceptación
popular y bajo el estricto control del legislativo.
La
preocupación por la democracia de la Constitución
de 1991 abrió la posibilidad de que nuevos actores saltaran
a jugar en la arena política, con la sana intención
de terminar con la lógica de un bipartidismo burocratizado.
Sin embargo, el resultado no esperado fue una atomización
capaz de transformar en inviable el funcionamiento de cualquier
sistema político. ¿Por qué? En primer lugar
porque hace mucho más compleja la relación entre el
ejecutivo y el legislativo. No solamente impacta sobre el control
político que un poder puede ejercer sobre el otro sino, además,
sobre el proceso de toma de decisiones que se torna mucho más
costoso. En segundo lugar, también se complica la posibilidad
de control ciudadano, ya que es mucho más sencillo realizarlo
sobre el comportamiento de una bancada partidaria que sobre un conjunto
de legisladores con comportamientos políticos erráticos
y oscilantes.
Tanto
la Reforma Política de 2003 como la Ley de Bancadas dieron
un paso importante para un necesario reforzamiento de los partidos,
partiendo de la necesidad de un efecto reductor de su número.
Sin embargo, todavía subsiste un conjunto de importantes
obstáculos para alcanzar un sistema de partidos fuerte (sin
volver al burocratizado de décadas anteriores) el principal
es el voto preferente. Con agrupaciones tradicionalmente indisciplinadas,
la presencia de ese voto las debilita aun más, trasformándolas
en meras etiquetas. Esto hace que a la competencia partidaria debamos
sumarle la intrapartidaria, con candidatos de las mismas fuerzas
políticas criticándose y contradiciéndose mutuamente,
generando un escenario muy confuso para el electorado. Además,
cláusulas como ésta hacen que el control de gastos
de campaña sea extraordinariamente más complejo, para
no decir imposible, ya que no es lo mismo ejercerlo sobre un grupo
de partidos, que sobre “innumerables” candidatos.
Adicionalmente,
es imperioso impulsar iniciativas como el robustecimiento de las
aún laxas reglas para la fundación de partidos o el
endurecimiento de los umbrales que permiten acceder a la competencia
por la repartición de curules. La respuesta a este planteamiento
podría ser que el sistema político colombiano no está
en condiciones de enfrentar, en el corto plazo, un cambio tan brusco.
Sin embargo, no buscar incentivos para terminar con la fragmentación
significa el sostenimiento de un esquema que no hará más
que mantener situaciones de crisis de gobernabilidad y de escasez
de control político como ha sucedido durante los último
s años en Cali, entre otros lugares.
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