Opinión
 
Cíclopes, caníbales y terroristas
o la imposibilidad de comprender al otro

Por: Enrique Jaramillo Buenaventura, director del programa de Antropología de la Universidad Icesi. ejaramillo@icesi.edu.co

Existe un lugar en las cumbres elevadas de las montañas donde habitan sin ley gigantes de un solo ojo. Existe un lugar en lo profundo del océano donde el canto de las sirenas hace flaquear al navegante más experimentado.

Existe un lugar en lo oscuro de la selva donde los caníbales corren desnudos afilando sus flechas. Existe un lugar en el lejano oriente donde hombres con túnica y mujeres con burca claman al unísono: “el Islam no es sinónimo de terrorismo”.

Todas estas frases hacen referencia a los límites de un mundo. Lugares donde la alteridad es un momento radicalmente inestable de la mismidad. La característica esencial de todos es la lejanía con respecto al área de influencia de la llamada “cuna de la civilización”. No obstante, todos estos lugares distantes coexisten en un mismo espacio retórico. Así como la figura del caníbal fue el signo de la alteridad durante la conquista de América y sirvió para sostener gran parte del edificio discursivo del colonialismo, la “sombra” del islamismo es actualmente el tropo director de la guerra contra el terrorismo.

Tal parece que el mundo occidental aún no ha aprendido la gran lección que le dejó su penoso pasado colonial. Dos continentes saqueados y subyugados no bastaron para hacernos caer en cuenta que la barbarie no procedió del “otro” como se esperaba, sino del mismo “centro” de la civilización, de la misma cruz del evangelizador. Tampoco fueron los Antípodas, ni temidos hombres con cola los que desataron las dos guerras mundiales a comienzos del siglo XX. Fueron los mismos espíritus cultivados por el axioma del Iluminismo los que elevaron las banderas del fascismo.

Por ello, en su libro En el Castillo de Barba Azul (1971), George Steiner sostiene que supuesta correspondencia entre el humanismo y la cultura superior, entre la extensión de la educación ilustrada y una mayor estabilidad social y moral no es necesariamente directa. Los pensadores de la Ilustración tenían la extravagante esperanza de que las artes y las ciencias no sólo promoverían el control de las fuerzas naturales, sino que también fomentarían el progreso moral, la justicia de las instituciones e incluso la felicidad de los seres humanos.

Pero ése mismo deseo civilizador es el que motiva en nuestros días a ciertas sociedades a adjudicarse el derecho de decidir cuáles son las formas correctas de gobierno o credo en aras de una lucha santa contra el terrorismo. Por esta vía el llamado “eje del mal” —tal como George W. Bush definió el 29 de enero de 2002 a los regímenes que apoyan el terror— sólo puede hallarse allí donde la cultura occidental encuentra sus límites, allí dónde la cultura no es la de Shakespeare o la de Verdi, allí dónde la corbata es remplazada por un turbante o un velo.

Todas estas ideas de centralidad cultural están estrechamente relacionadas con la injusticia social y terminan convirtiendo a la cultura en un catalogo cerrado de piezas de museos que con suerte reconoce en otras formas culturales sólo un valor de primitivismo, exotismo o, peor aún, terrorismo.
Bernard Shaw dijo alguna vez “no está bien que los caníbales se coman a los misioneros, pero es mucho peor que los misioneros comiencen a comerse a los caníbales”. Parafraseándolo hoy podríamos decir que es repudiable perseguir fines políticos o religiosos a través del terrorismo, pero es mucho más deplorable intentar defender la libertad estigmatizando y oprimiendo pueblos enteros.


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