Calidad del empleo e inequidades de género1

Javier A. Pineda Duque


Abstract

What is a good employment? Today’s flexibility of labor gives this question a new relevance. This article examines national statistics databases to analyze the quality of employment in Colombia from a gender perspective. The author pays special attention to the development of equity between men and women regarding their wages, social protection and number of working hours, by relating these variables to the increasing preponderance of short term contracts.


1. Introducción

La calidad del empleo en América Latina ha recibido reciente atención a partir de los cambios introducidos por las reformas laborales, las nuevas formas de organización productiva, las dinámicas de integración comercial y los procesos de globalización. Tales cambios han provocado importantes alteraciones en las formas tradicionales de vinculación laboral, en la estabilidad del empleo, en la composición del empleo por actividades económicas y ocupaciones, en la intensidad y duración de las jornadas, en el estatus contractual y en las instituciones de protección y los derechos básicos relacionados. El interés por la calidad del empleo ha estado así más claramente asociado, a lo que se ha considerado la flexibilización de los mercados laborales (Infante, 1999; Valenzuela, 2000; Farné, 2003). No obstante, este interés ha carecido de una aproximación más compleja y realista al fenómeno de la flexibilización, así como de un enfoque teórico más integral y comprensivo de la calidad del empleo. La flexibilización ha tenido por lo general una connotación negativa al asociarse exclusivamente con los factores de deterioro de los derechos de protección y de asociación en el trabajo, los cuales han primado y pesan fuertemente en las nuevas configuraciones laborales, pero se han desconocido algunos elementos que representan ventajas desde el punto de vista de las y los trabajadores.

Este artículo sustenta tres objetivos relacionados. En primer lugar, cuestiona el ideal de progreso hacia la igualdad de oportunidades de género que subsiste en las imágenes prevalecientes sobre la participación de hombres y mujeres en el trabajo, sostenidas por la convergencia de algunos de los indicadores tradicionales del mercado laboral. En este aspecto, argumento a partir del caso colombiano, que, por el contrario, muestra tendencias de divergencia (según algunos indicadores de calidad de empleo) que hacen relevante las características de género en el mercado laboral.

En segundo lugar, el artículo presenta un panorama más complejo de la flexibilización de los mercados laborales a partir de considerar que en estos confluyen elementos de inseguridad laboral y desprotección, así como de mayor libertad en la escogencia y combinación de trabajo y estilos de vida. Así, argumenta a favor de una visión de la flexibilidad laboral desde la óptica de las y los trabajadores, y no desde las necesidades de las empresas y los mercados cuya perspectiva parece haber predominado en el estímulo a la flexibilización y en la agenda política sobre el tema. Esto se hace a través de mirar la calidad del trabajo como un fenómeno multidimensional que va mucho más allá del mero salario o ingreso laboral, que constituye un fin en sí mismo y hace parte del mejoramiento de la calidad de vida de una población, pero también como elemento central para el mejoramiento de la productividad y competitividad de las empresas y la economía.

En tercer lugar, el artículo busca colocar la definición y discusión de la calidad del trabajo en un marco teórico más amplio que considera las distintas dimensiones que se relacionan con el trabajo dentro del concepto y análisis de la calidad de vida, con base en el enfoque de las capacidades y el desarrollo humano, y de las contribuciones que a ellos ha hecho el pensamiento feminista. En tal sentido, se argumenta a favor de una visión holistica que permite relacionar las condiciones y los elementos de satisfacción en el trabajo con las múltiples dimensiones de la calidad del trabajo y su dimensión de género, especialmente aquella referidas a la reproducción social.

Estos objetivos se desarrollan a través de un análisis de género del mercado laboral colombiano. Se parte de que los cambios recientes en éste han afectado de manera diferente a distintos grupos de hombres y de mujeres. En términos generales las mujeres se han beneficiado más de las nuevas oportunidades de empleo durante los últimos años, pero su avance en términos de calidad resulta contradictorio dada la existencia de condiciones precarias para amplios grupos de población femenina, especialmente aquellas con menores niveles educativos y de ingresos, y de ampliación de brechas de género en los grupos más educados.

Para el estudio empírico fueron seleccionados dos períodos. El primero, 1997 a 2000, incluye el inicio y la terminación de la crisis económica de finales de siglo, expresada en una caída del producto de -4.2% en 1999 y un crecimiento promedio anual de sólo 0.7%, altas tasas de desempleo y deterioro de los indicadores laborales. El segundo, 2001-2004, representa un período de crecimiento económico a una tasa promedia de 2.7%, caída de la inflación y relativa reducción de la tasa de desempleo. Estos períodos coinciden con series diferentes de las encuestas de hogares del DANE. Para el primero, se procesó la Encuesta Nacional de Hogares (ENH) de los cuatro años para los meses de septiembre y para las cabeceras municipales del total nacional; para el segundo período, se procesó la Encuesta Continua de Hogares del trimestre julio-septiembre, igualmente para las cabeceras municipales. Comparar los dos períodos permitió observar no sólo la dinámica diferente del mercado laboral urbano, sino también las limitaciones que en el nuevo milenio se han encontrado para recuperar el deterioro marcado de los indicadores de calidad generados en el primer período, mirados estos desde el lente de la equidad de género.

A continuación se presenta el marco conceptual para abordar la calidad del empleo, el cual si bien constituye una referencia importante para el estudio, a todas luces no puede ser satisfecho por el estudio empírico nacional, el cual resulta limitado por el diseño y disponibilidad actual de la información. El estudio sólo aborda cuatro indicadores como expresión de iguales dimensiones de la calidad del empleo, a partir de las estadísticas disponibles por las encuestas de hogares: los ingresos, la estabilidad en el empleo, la jornada laboral y la seguridad social. No obstante, la calidad del empleo incluye una gama más amplia de dimensiones, las cuales demandan otros estudios con fuentes diversas de información, especialmente en lo que se consideran los elementos subjetivos del trabajo.

2. Marco conceptual

Calidad de empleo y calidad de vida

Preguntarse por la calidad del empleo de manera amplia es indagar sobre la calidad de vida que se deriva de la relación con el trabajo. En tal sentido, se trata de explorar los aspectos del trabajo que inciden en la calidad de vida de una persona, lo cual conlleva a considerar al trabajo en sus múltiples expresiones en el ser y hacer de una persona. El trabajo implica participar socialmente en la producción y reproducción de la sociedad, obtener un ingreso que concreta un valor social y proporciona un fundamento de la escogencia y la libertad para ser y actuar, constituye un espacio para la construcción de identidad y sentido de pertenencia, la posibilidad de un reconocimiento y satisfacción social, entre otros aspectos. La calidad del empleo al centrar la atención en la cualidad remite a conceptos de dignidad, seguridad y libertad.

El fundamento conceptual de la calidad del empleo se encuentra así en las profundas discusiones teóricas sobre calidad de vida y bienestar.2 Esto lleva a preguntarse si la calidad surge del disfrute subjetivo, de la satisfacción de preferencias o del desarrollo de capacidades. Aquí se ubica entonces un amplio marco conceptual donde la justicia laboral y de género responde a los retos que el tema plantea.

El enfoque de las capacidades ha distinguido el concepto de los funcionamientos de aquel de capacidad, al referirse al primero como a los aspectos del estado de una persona o las cosas que logra hacer o ser al vivir en sociedad, y al segundo como a las "combinaciones alternativas de los funcionamientos que ésta logra, entre las cuales puede elegir una colección" (Sen, 1998: 56). La importancia y la fuerza de estos conceptos reside en que permiten valorar los aspectos que influyen en la calidad de vida de manera diferente a como lo hacen otros enfoques, especialmente aquellos basados en la utilidad que proporcionan los bienes, y en la jerarquía dada justamente por la generación de capacidades y no de logros de los individuos. Así, el enfoque no asigna importancia directa a los bienes de la canasta familiar o al ingreso real obtenido del trabajo, como lo hacen otros enfoques, sino a la importancia que estos tienen en la capacidad de los individuos para decidir y optar por una vida mejor.3 En este sentido, el trabajo le proporciona a una persona a través de los funcionamientos que obtiene de él (actividades laborales, el ser atendido en caso de enfermedad, relaciones con otras personas, poder adquisitivo, estatus, etc.), una serie de capacidades específicas de desempeño, de relación, valoración y de opción por distintos estilos de vida, es decir, distintos grados de libertad. Estas capacidades no dependen exclusivamente de las características específicas de la persona, o en nuestro caso, de las peculiaridades del empleo que desempeña, sino también de una serie de arreglos y normas sociales, formales e informales, en medio de las cuales se desenvuelven, como por ejemplo, la normatividad laboral sobre protección social o las prácticas de discriminar laboralmente mujeres embarazadas.4

En los estudios recientes sobre calidad de empleo se ha presentado la denominada polémica entre ‘malos’ y ‘buenos’ empleos, la cual ha girado en torno a los elementos ‘objetivos’ y ‘subjetivos’ que definen la calidad de un empleo. La pregunta que se hacen los estudios es: ¿qué es y cómo se define un buen empleo? Meisenheimer (1998), por ejemplo, en el contexto de la economía norteamericana, critica la asociación de malos empleos con el crecimiento del sector servicios en el período de postguerra, para mostrar la diversidad de calidad de empleos que existen a partir de medir los beneficios laborales, la seguridad en el trabajo, la estructura ocupacional y la protección social, además de los ingresos. No obstante, señala las limitaciones y la falta de consenso en valorar, por ejemplo, el nivel de autonomía y creatividad en el trabajo, debido a que esto depende de las preferencias de los trabajadores. Así, las discusiones sobre la calidad del empleo han planteado la dinámica dual en la valoración de elementos subjetivos y objetivos de la calidad, sin avanzar en marcos teóricos para la comprensión del tema.

En el enfoque de las capacidades las discusiones filosóficas sobre la calidad de vida han abordado esta dualidad en el bienestar, cuyos planteamientos se pueden aplicar al análisis de la calidad del empleo como elemento central del bienestar de una persona. Por una parte, resulta difícil decidir dónde empiezan y en dónde terminan los aspectos subjetivos de la calidad frente a los objetivos y, en consecuencia, decidir cuál es el elemento apropiado para valorar la calidad del empleo. Por otra parte, los mismos factores objetivos del empleo, aquellos que se toman con independencia de lo que piensen o sientan de ellos las personas, resultan difíciles de valorar como positivos o negativos en un mismo trabajo. Por ejemplo, es difícil decidir si un empleo que se asocia a un ingreso más alto pero donde se debe cumplir un horario muy estricto es mejor o no que uno con ingresos menores pero con horario flexible. Así, la valoración de esto dependerá de las preferencias de quien se trate, de sus características sociodemográficas y culturales.

En consecuencia, una estrategia para superar estas limitaciones ha consistido en indagar acerca de las preferencias o factores subjetivos de los trabajadores o en su satisfacción con respecto a las distintas dimensiones del empleo. La satisfacción en el empleo se ha definido como "la percepción de un número de características objetivas de la calidad del empleo, ponderadas por las preferencias, normas y expectativas del trabajador".5 Así, una mayor satisfacción en el empleo puede corresponder a bajas expectativas producto de un reajuste de valores. El hecho de que varios estudios hayan reportado que las mujeres expresen un mayor nivel de satisfacción en el empleo puede corresponder no a una mejoría histórica de los elementos objetivos de estos o a estar en mejor posición frente a los hombres, sino a su mejoramiento frente a generaciones anteriores de mujeres. El hecho de que una trabajadora haya aprendido a vivir en la adversidad de su trabajo y a sonreír ante ella, como a reconocer posiblemente que está mejor que su madre, no significa que su empleo sea de buena calidad y, mucho menos, en contextos de intervención, a no tener derecho a una política compensatoria. Desde el enfoque de las capacidades, el desempeño de un empleo y su disfrute o utilidad, si bien son importantes, no son los únicos elementos reales que importan, dado que no son los estados actuales que cobran valor por sí mismo, sino la forma en que las personas pueden y tienen libertad para alcanzar estos estados. Frente a las dificultades conceptuales en la valoración de los elementos subjetivos y objetivos, el enfoque de las capacidades acierta en proponer no concentrarse en la reacción mental frente al empleo, sino en las capacidades que este genera en la persona, las cuales incluyen una opción más amplia de posibles reacciones mentales (Sen, 1998). En tal sentido, desde la perspectiva de género varias autoras se han preocupado por discutir dentro del enfoque de las capacidades conceptos tales como el de percepciones, y específicamente las percepciones de las mujeres en contextos de desventajas sociales que los distintos arreglos de género proporcionan en cada sociedad.6 Estas autoras han contribuido a la complejidad de lo que significan las percepciones a través de las cuales las personas expresan las satisfacciones, necesidades y preferencias, discusión que aplica para explicar el llamado factor subjetivo o de satisfacción en el empleo. Sobre la base del enfoque y los trabajos de Sen, se señala que las respuestas a las necesidades, satisfacciones y contribución percibidas por las mujeres no son la única noción posible de legitimidad, y que estas pueden ser también importantes en la explicación de la relación de sentido que comparten con los hombres en contextos históricos de inequidad de género. Así, entonces, una mayor satisfacción en el empleo no puede tomarse como indicador de buenos empleos ya que "puede ser un serio error tomar la ausencia de protesta y cuestionamiento de la inequidad como evidencia de la ausencia de tal inequidad" (Sen, 1990: 126), pero además "puede ser igualmente un error tomar la ausencia de una clara protesta como la ausencia de un cuestionamiento de la inequidad. La complacencia no implica complicidad" (Agarwal, 1997: 95).7

Los estudios de género han buscado proporcionarle fundamento conceptual al enfoque de las capacidades desde distintos ángulos. La revalorización y redefinición del concepto de empoderamiento ha permitido vincular el enfoque de las capacidades con múltiples aspectos de la vida de las mujeres.8 Para el tema que nos ocupa en este texto, desde la perspectiva de género y de las capacidades, un buen empleo sería entonces aquel que empodera a las personas, es decir, aquel cuyos funcionamientos configuran el desarrollo de mejores capacidades para ser y hacer, para lograr mayores grados de libertad. Desde este punto de vista defino la calidad del empleo como todas aquellas dimensiones relacionadas con el trabajo de las personas que le permiten a éstas el desarrollo de sus capacidades, ampliar sus opciones de vida y obtener mayores grados de libertad.

Esta definición, al concentrarse en el desarrollo de capacidades, permite valorar aspectos poco explorados de las relaciones de trabajo que van más allá de la simple dualidad entre factores objetivos y subjetivos. Así, por ejemplo, en un reciente estudio sobre trabajadoras informales independientes se constató que su experiencia de trabajo ampliaba sus capacidades a nivel personal (perder el temor de hablar y expresarse en público, disponer de espacios y tiempos propios, y tomar decisiones sobre salud y bienestar), familiar (redistribución de tareas domésticas y reconocimiento por parte de los demás miembros del hogar) y empresarial (Pineda, 2005). No sólo se hace evidente una opción más amplia de nuevas reacciones mentales a partir de experiencias laborales, sino que estas resultan decisivas para el empoderamiento personal y la calidad de vida.

Empleo atípico, modelos hegemónicos y flexibilidad laboral9

Un primer concepto con el cual se ha querido expresar la calidad del empleo ha sido aquel de ‘empleo atípico’. En general, este se concibe por la negación, o por diferenciación, de aquel que se considera un empleo típico, es decir, aquel que se desarrolla en un lugar de trabajo específico, con jornada y horario establecido y por cuenta de un único empleador, con contrato indefinido, con régimen de plena dedicación, salario y prestaciones, y que puede ser interrumpido por el empleador sólo por causa justificada.

Esta categoría, basada en estándares surgidos de las economías industrializadas, ciertamente dista mucho de ser lo típico de nuestra realidad. Mirado históricamente, lo típico, al menos en las economías latinoamericanas, ha sido el trabajo independiente artesanal, las mingas indígenas (trabajo colectivo), el trabajo familiar, y de manera importante pero no mayoritaria, el trabajo asalariado a partir de los procesos de industrialización y modernización. Así, difícilmente podemos hablar del surgimiento de empleos atípicos en nuestras economías, cuando lo que ha predominado es la heterogeneidad y no la tipicidad moderna. Esto no implica desconocer lo que se ha querido entender y lo que se ha señalado con dichos conceptos, y otros como los de empleo precario y empleo contingente, esto es, los cambios en las condiciones de trabajo y en los procesos de deterioro en su calidad. En tal sentido, estas categorías han contribuido a ello, pero corren el peligro de colonizar la realidad, es decir, de entenderla a partir de estándares preestablecidos que suponen un estado de las cosas, en este caso, por ejemplo, que lo típico es lo positivo y lo atípico, por oposición, lo negativo.

El empleo ‘típico’ corresponde a un modelo de relación laboral que, a pesar de no encontrarse generalizado en las economías latinoamericanas, se constituyó en el modelo hegemónico, como empleo dependiente asalariado, sobre el cual se construyeron las instituciones laborales dentro del paradigma de los discursos sobre el desarrollo y sus correspondientes expresiones normativas en salarios y sistemas de protección y seguridad social. Desde el punto de vista de género, este modelo ha estado asociado a un sistema androcéntrico soportado por el salario familiar del varón (breadwinner) y las identidades de los trabajadores asociados a este. Este modelo surge históricamente de formas de producción industrial en masa, estandarizadas, de características tecnológicas específicas correspondientes a la organización taylorista-fordista, y supuso un modelo de familia o contrato de género expresado en el modelo familiar del hombre proveedor centrado en el trabajo y la esfera de lo público, y la mujer responsable fundamental de las labores de cuidado y de lo doméstico, y/o aportante secundaria al ingreso familiar.

Debido a los procesos de flexibilización productiva, a los nuevos desarrollos tecnológicos, a la descentralización organizativa y a los procesos de globalización en general, este modelo entra en crisis y el nuevo paradigma demanda su correlato en el mercado laboral, con la erosión de la forma estandarizada del empleo, que se expresa en el incremento de los empleos ‘atípicos’ y las consecutivas reformas laborales. El concepto del salario familiar pierde terreno y la creciente participación laboral de la mujer se hace funcional al nuevo paradigma: la flexibilidad laboral.

Este nuevo paradigma laboral entraña elementos contradictorios. Por un lado, la flexibilización debilita estructuras laborales rígidas que permiten el surgimiento de nuevos estilos de vida y arreglos flexibles entre trabajo y otras actividades, entre vida familiar y laboral, brinda mayor soberanía sobre el tiempo, se ejecuta en lugares diversos y permite el surgimiento de nuevas subjetividades. Por otro lado, la flexibilidad y las formas ‘atípicas’ llevaron a la inseguridad y desprotección de muchos trabajadores y trabajadoras, al incremento de su inestabilidad y vulnerabilidad económica y social, a la debilidad de negociación y sobre explotación de amplios grupos de trabajadoras y trabajadores, y a la reducción de sus tiempos no laborales. Las nuevas formas ‘atípicas’ entonces plantean el reto de cómo conciliar los dos aspectos en juego: libertad y protección.

Hasta el momento, la flexibilidad laboral, como lo señala Sonia Yánez (2004) para Chile, se ha instalado como una construcción teórica, política y social levantada casi exclusivamente desde las necesidades de competitividad de las empresas, que ha privilegiado la libertad frente a la protección.10 La nueva libertad que hace al trabajador más autónomo se realiza sobre la base del cumplimiento de metas y precios desde las necesidades y lógicas de las empresas, pero poco ha considerado las necesidades de los y las trabajadoras; no se ha traducido en una libertad que fomente la participación de los trabajadores en las decisiones dentro de las rígidas metas financieras de los centros de poder. La ampliación de jornadas por el trabajo semi-independiente, el desempeño de varios trabajos, la producción a destajo, la invasión del espacio doméstico por lo laboral, generalmente reduce los tiempos no laborales y sobrecarga el trabajo productivo y reproductivo, especialmente de las mujeres.

La tensión entre estos aspectos en el nuevo modelo empresarial y organizacional donde se inserta el trabajo plantea la búsqueda e implementación de un paradigma de flexibilidad diferente, que supere el esquema de desregulación neoliberal que ha dominado las políticas públicas, cuyos resultados no han cumplido las promesas de más y mejores empleos. Un paradigma que a partir de las nuevas tecnologías y formas de organización no revierta los logros que brindan mayor creatividad y soberanía a los y las trabajadoras, pero que garantice mecanismos de seguridad, protección integral y dignidad en el trabajo.11 Esta búsqueda descarta por supuesto el retorno al modelo del empleo fijo, en lugar, jornada y contrato, como forma hegemónica o estandarizada normativamente. La búsqueda de este nuevo paradigma debe procurar no sólo mayor equidad social, sino también la articulación de nuevos modelos de familia y relaciones de género que avancen hacia la equidad y la socialización del trabajo reproductivo.

Este panorama señala tendencias generales de cambio en donde se encuentran en juego los derechos que los trabajadores conquistaron durante varios siglos y que fueron consolidados en diferentes grados en los modelos de organización productiva y laboral. En general las prácticas de flexibilización laboral han conllevado procesos de desmejoramiento de las condiciones de trabajo y de la calidad del empleo, lo cual no necesariamente tendría que ocurrir. Muchos trabajadores y trabajadoras pueden encontrar satisfactorio el trabajar de medio tiempo, sostener dos trabajos diferentes al tiempo, o vincularse a actividades de servicios o comercio independiente, bajo condiciones de seguridad y protección. La flexibilización ha suscitado rechazo no en sí misma, sino porque se ha presentado en la corriente de la globalización neoliberal que en general reduce los derechos laborales o deprime la calidad de vida. Se encuentra así un reto no sólo por entender la complejidad del tema, explicar y valorar positiva o negativamente los cambios, sino también, como parte de ello, buscar conceptos apropiados para explicarlo y proponer alternativas.

Si el paradigma hacia el cual deben jalonar los y las trabajadoras es el del empleo indefinido, con lugar de trabajo específico y jornada estable, posiblemente se chocarán en las próximas décadas con marcadas tendencias de dinámica económica en su contra. Si como alternativa se busca sostener y profundizar los derechos que han obtenido los trabajadores bajo las nuevas formas de organización social del trabajo, esto exigirá nuevos marcos conceptuales que sustenten semejante reto, los cuales aún no han sido elaborados en las agendas de los y las trabajadoras, pero hacia los cuales se debe apuntar. Estas alternativas deben partir de una crítica a las tendencias hegemónicas de la globalización y a las prioridades de los modelos de desarrollo en las economías nacionales, al igual que a las inequidades de género que dichas tendencias y modelos han reproducido o exacerbado.

Género y dimensiones de la calidad del empleo

El carácter multidimensional de la calidad del empleo demanda no sólo definir sus dimensiones más importantes, sino también lograr un ordenamiento adecuado. Algunos modelos han sido realizados, como el de la Fundación Europea para el Mejoramiento de las Condiciones de Vida y de Trabajo, que sugiere la promoción de la calidad del trabajo y el empleo a través de la definición de cuatro grandes componentes: asegurar la estabilidad y la seguridad en el empleo; mantener y promover la salud y el bienestar de los trabajadores; desarrollar las destrezas y competencias; y reconciliar la vida laboral y no laboral.12 Por su parte, existen dimensiones fundamentales de la calidad del empleo que se encuentran consignadas en las convenciones específicas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y que constituyen derechos humanos en el trabajo. Desde el punto de vista del enfoque de las capacidades, cada una de las dimensiones de la calidad del trabajo contribuye a funcionamientos que permiten o no ampliar capacidades específicas de desempeño, relación, valoración y campos de opciones y libertades. Para efectos de agrupamiento adoptaré, con algunas variaciones, el marco analítico de la Fundación Europea, donde se relacionan las trece dimensiones de la calidad del empleo más destacadas. De acuerdo con Reinecke y Valenzuela (2000), estas dimensiones se relacionan con los problemas más relevantes desde una perspectiva de género. Aquí sólo se relacionan estas dimensiones para tener en cuenta la complejidad del fenómeno.

3. Dimensiones de la calidad de los empleos

Los ingresos

El ingreso ha sido una dimensión privilegiada en los estudios sobre la calidad de empleo, la cual adquiere una particular importancia sobre la calidad de vida de los y las trabajadoras de países como Colombia, debido al alto porcentaje de la población que no alcanza el ingreso suficiente para superar la línea de pobreza.

Los resultados empíricos sobre esta dimensión señalan que las mujeres presentan en forma sistemática ingresos inferiores a los hombres desde cualquier estructura ocupacional que se observe, esto es, según ramas de actividad, posiciones ocupacionales, rangos de edad, etc. No obstante, en esta sección se precisarán dos consideraciones para el análisis de género de las brechas de ingresos laborales. La primera consiste en tomar aquellas variables proporcionadas por las encuestas que permiten comparar grupos poblacionales que presentan características similares. Esto significa que dado el nivel de agregación de algunas variables, la comparación de ingresos entre los sexos poco dice acerca de la discriminación. Así, por ejemplo, los diferenciales de ingreso por rama de actividad resultan de proporciones distintas de mujeres y hombres ocupados y de agregar toda la jerarquía de ocupaciones que se encuentra en cada rama. En tal sentido, el análisis se concentrará en las dos variables más relevantes: los niveles educativos y los oficios o categorías ocupacionales. La segunda consiste en observar los cambios en los períodos de estudio, con el fin de mirar la dinámica de los indicadores descriptivos de la equidad de género a través del tiempo y su relación con el comportamiento laboral y económico de cada período. Esto será finalmente complementado en esta sección con la presentación de las ideas generales que explican los diferenciales de ingreso entre hombres y mujeres.

El peso de la educación

El nivel de escolaridad tomado por las encuestas de hogares constituye el elemento de mayor importancia que se relaciona de manera positiva con los ingresos laborales en las cifras agregadas. A mayores niveles de escolaridad o más altos niveles de estudio se presentan mayores ingresos. Esta afirmación general es cierto tanto para mujeres como para hombres de manera aislada, no obstante desde la comparación por sexo se encuentra que a iguales niveles de escolaridad los ingresos promedios son diferentes.

Aunque en cada nivel de escolaridad pueda haber un sin número de oficios, actividades y profesiones, la desagregación por nivel educativo permite una comparación más cercana entre iguales que permite percibir, a este nivel de agregación, los potenciales de discriminación sexual en los mercados de trabajo. Así, en todos los niveles educativos se encuentra que los ingresos promedio de las mujeres están por debajo del de los hombres.

Como se señaló en la introducción, dado el cambio metodológico de las encuestas antes y después del 2000, los resultados se presentan para cada período por separado, tomando el primer y último año de ellos a fin de observar los cambios en cada período. Para el primer período, 1997-2000, la brecha de ingresos entre hombres y mujeres se redujo ligeramente (5.3%), lo que significa que los ingresos promedios de las mujeres con respecto a los hombres pasaron de ser un 83% a ser un 87%.

Debido al crecimiento de la participación laboral femenina y de su tasa de ocupación durante la segunda mitad de los noventa, las mujeres incrementaron su participación en el total de la población ocupada al pasar de 39% a 41%, entre 1997 y 2000. Este incremento se reflejó en todos los niveles educativos, en los cuales las mujeres ganaron participación frente a los hombres. Pero dentro del total de mujeres trabajadoras, fueron aquellas con educación superior quienes ganaron seis puntos porcentuales al pasar de 31% a 37%. Así, los nuevos empleos generados se concentraron básicamente en este nivel, en donde no sólo creció el empleo, sino que dicha mayor demanda contribuyó a la reducción de la brecha de ingresos por sexo. Es decir, se presentó un mejoramiento relativo de los ingresos de las profesionales, los cuales pasaron de representar el 70% del ingreso de los hombres en igual nivel educativo en 1997, a 82% en el 2000. Es decir, en términos relativos, el grupo de mujeres menos perjudicado en empleo e ingresos por el periodo de crisis de finales de siglo fue el de las mujeres profesionales.

Por el contrario, las mujeres con menores niveles educativos perdieron tanto su participación en el empleo total femenino, como en términos de ingresos relativos frente a los hombres. No obstante, el crecimiento del desempleo masculino durante la crisis fue tan agudo, que este grupo de mujeres ganó, al igual que las profesionales, participación en el empleo frente a los hombres de los mismos niveles. El ingreso promedio del grupo de mujeres con educación primaria, que constituye el 20% de la fuerza ocupada femenina, pasó de representar el 75% del ingreso de los hombres en 1997 a 68% en el año 2000. Las mujeres con educación secundaria, que constituían el 42% de las ocupadas en el año 2000, igualmente bajaron sus niveles de ingreso frente a los hombres, al pasar del 83% al 81% del de aquellos. No obstante, el peso de las trabajadoras con educación superior hizo que el promedio total de ingresos relativos fuera ligeramente favorable para las mujeres.

Para el período 2001-2004,13 dos hechos sobresalen. Primero, la ampliación de la brecha de ingresos entre hombres y mujeres en 4 puntos porcentuales, lo que significó que los ingresos promedios de las mujeres con respecto a los hombres pasaron de constituir el 79% al 75%. Segundo, el incremento de la participación de los y las trabajadoras con educación superior dentro del total de ocupados, que refleja un leve proceso de elevación de la calificación de la población trabajadora colombiana.14

Estos eventos se encuentran íntimamente relacionados. En el primer caso, en lo transcurrido del nuevo siglo y en un contexto de muy poca mejoría de los principales indicadores del mercado laboral como se vio en la sección anterior, no sólo se revirtió el avance en equidad de género frente al período precedente, sino que la brecha de ingresos aumentó más allá. Esta ampliación de la brecha de género se relaciona con el segundo evento, esto es, se vinculó una mayor proporción de mujeres calificadas a cambio de una reducción de sus ingresos con respecto a los hombres. La brecha de ingresos efectivamente se amplió para todos los niveles educativos, pero esta ampliación es especialmente aguda para los niveles de educación superior.15 Esta brecha cayó 16 puntos porcentuales, significando el ingreso promedio de las mujeres sólo el 68% del de los hombres. Si durante el período anterior de crisis económica de finales de siglo es el grupo de mujeres profesionales el menos perjudicado relativamente en empleo e ingresos, durante el nuevo siglo, con una relativa estabilidad y crecimiento económico, es este mismo grupo el que más crece en empleo, pero el más afectado en ingresos.

Jerarquías ocupacionales y brechas de ingresos laborales

La otra variable que permite comparar grupos con características relativamente similares es la de categorías ocupacionales u oficios. De acuerdo con esta clasificación los resultados en términos de empleo e ingresos son disímiles. En primer lugar, el peso relativo de hombres y mujeres en los oficios es muy diferente. Así, mientras los trabajadores no agrícolas (principalmente obreros del sector industrial y la construcción) constituyen el 40% del total de trabajadores hombres y estos son el 84% del total de los y las trabajadoras en este categoría, por el contrario, las trabajadoras de los servicios son el 35% del total de mujeres trabajadoras y constituyen el 70% del total de la categoría.

En segundo lugar, en términos de ingresos la situación es igualmente diversa. Para el período 1997-2000, en la categoría de profesionales, que no agrupa necesariamente a todos los profesionales sino aquellos que trabajan con dicha nomenclatura de cargo y representan el 10 y 14% del total de ocupados hombres y mujeres respectivamente, se presentó una mejoría sustancial de 21 puntos porcentuales en la brecha de ingresos; esto es, la salida de la crisis económica en el 2000, significó que los ingresos promedio de las mujeres en esta categoría pasaran de ser el 59% del de los hombres en 1997 a 80% en el 2000. Para el caso del personal directivo de entidades públicas y privadas, que representan sólo el 2% de la población ocupada y constituyen la elite salarial del país, se presentó una igualación de los promedios de ingreso entre hombres y mujeres. Este hecho constituye un logro significativo de avance de la mujer en Colombia, que demanda un análisis más cuidadoso, pero que puede estar asociado especialmente, a la alta presencia de la mujer en cargos directivos del sector financiero.16 Igualmente en el caso del personal administrativo, donde la mujer ocupa cerca del 60% de los cargos, se presentó una mejora relativa en la equidad de género de 30 puntos porcentuales, alcanzando los ingresos promedios de las mujeres el 92% del de los hombres. Aunque no se disponen de cifras en años anteriores, al parecer la crisis de 1997 se hizo sentir especialmente en el deterioro del ingreso relativo de las mujeres que trabajaban como personal administrativo, el cual se recuperó sensiblemente frente a los hombres (no necesariamente en términos absolutos y reales). En la categoría de comerciantes y vendedores, donde se ocupa uno de cada cinco trabajadores y donde existe una alta presencia de trabajadores de las tiendas y microempresas comerciales, se presentó una mejoría de 11 puntos en la relación de ingresos entre sexos.

El hecho preocupante se presenta en la categoría de los y las trabajadoras de los servicios, sector que ocupa el 35% del total de trabajadoras, dado que la relación de ingresos perdió 28 puntos en deterioro de los ingresos relativos de la mujer, al pasar de representar el 82% del ingreso de los hombres en 1997 a sólo 54% en el 2000. Dada la presencia tanto de componentes formales como informales en esta categoría, no puede pensarse que esta caída corresponda sólo al deterioro del ingreso de las mujeres vinculadas a actividades de servicios informales.

Para los primeros años del presente siglo se mantiene la estructura de la distribución de ocupados y ocupadas por oficios. En términos de ingresos por el contrario se presenta un deterioro significativo de los ingresos relativos de la mujer con respecto a los hombres, especialmente en las categorías más altas de la jerarquía ocupacional, esto es, en los profesionales y el personal directivo. Para el primer grupo, las profesionales pasaron de percibir ingresos promedio que representaban el 83% de los ingresos de sus pares masculinos en el año 2001, a representar el 68% en 2004. Por su parte, para el personal directivo, donde se ocupaba el 4% de los hombres y el 3% de las mujeres, los ingresos promedio de las mujeres cayeron drásticamente 33 puntos porcentuales, para representar sólo el 61% de los ingresos de los hombres, afectando la equidad de género en términos de ingresos en esta cúpula ocupacional donde se concentra poder y capacidad de decisión.

En el personal administrativo, una categoría relativamente homogénea, las mujeres mantienen, al igual que en el período anterior, altos niveles de equidad. Entre los y las trabajadoras no agrícolas, una categoría que por el contrario es altamente heterogénea dado que congrega tanto obreros de la construcción como de múltiples sectores manufactureros, se presenta igualmente una mejora relativa de los ingresos relativos de las mujeres frente a los hombres. Las cifras para los trabajadores agrícolas y forestales no resultan significativas dada la casi nula presencia de mujeres en estos oficios para hogares en cabeceras municipales.

La situación más crítica de equidad de género se sigue presentando, al igual que en el periodo anterior, en las trabajadoras de los servicios, cuyos ingresos relativos muestran una tendencia a la caída en los dos periodos. Este parece constituir una categoría ocupacional altamente segregada donde las remuneraciones más altas son percibidas por hombres, a pesar de la más alta presencia femenina en dicha ocupación (34% del total de mujeres frente a 11% del total de hombres).

Informalidad y deterioro de la equidad de género

Como es de esperarse, en la comparación de los ingresos promedios de acuerdo a la tradicional desagregación entre sector formal e informal se aprecia una mayor inequidad en estos últimos debido a la desprotección laboral que suelen tener mayoritariamente las mujeres en estas actividades.

En lo corrido del presente milenio, las mujeres alcanzan en promedio el 75% de los ingresos de los hombres, es decir, se presenta una brecha de ingresos del 25%, la cual es más pronunciada para las trabajadoras del sector informal (31%) que para las del sector formal (17%). Según un reciente estudio para el período 2000-2003, la discriminación de género, corregida por factores no discriminatorios como educación y experiencia, explica el 20% y 21% de la brecha de ingresos laborales entre trabajadores y trabajadoras asalariadas y no asalariadas. Incluso, la autora señala que "en ausencia del componente discriminatorio, a las mujeres asalariadas les deberían pagar un salario mayor que a los hombres; esto es consistente con el incremento en las características productivas, principalmente en los años de educación de las mujeres en los últimos años".17

Desde la perspectiva de género, el principal elemento que se asocia en una primera instancia a la discriminación de ingresos entre hombres y mujeres es la segregación laboral. Pero ¿qué explica que a las mujeres se les castigue con pagarles alrededor de una quinta parte menos de lo que se les paga a los hombres, por el hecho de ser mujeres? Los estudios han asociado esto, entre otros factores, con el hecho de que las mujeres y los hombres, a partir de una histórica división sexual del trabajo, se han agrupado de manera segregada, es decir, separados los unos de las otras, en determinadas actividades económicas y ocupaciones. Así las mujeres se concentran en actividades consideradas tradicionalmente femeninas (segmentación horizontal), como las confecciones y los alimentos, y en ocupaciones de menor jerarquía, salario y decisión dentro de cada actividad o empresa (segmentación vertical), como los cargos administrativos.

Existen dos aspectos en los que opera la segregación y discriminación, con efectos diferenciados en la remuneración. En primer lugar, en los procesos de vinculación de la mano de obra, donde se presenta el acceso diferenciado a determinadas empresas y ocupaciones.18 Esto lleva a la concentración de mujeres en determinadas ocupaciones y tipos de establecimientos. Para ningún empleador es indiferente vincular un hombre o una mujer y existen empresas o actividades donde se expresan políticas claras de vincular personal casi exclusivamente femenino o masculino según las preferencias de lo que consideren adecuado a partir de las percepciones de género institucionalizadas.

En segundo lugar, a través de la valoración de las actividades y ocupaciones, según la cual, a partir de la ancestral subvaloración de las actividades reproductivas asociadas a la mujer (el trabajo doméstico no remunerado), se produce una discriminación valorativa de las actividades realizadas por ellas en forma mayoritaria. Se observa que en actividades donde las mujeres han incursionado con alguna importancia se presenta paralelamente una caída relativa de ingresos laborales, los cuales pueden estar asociados en forma adicional con cambios económicos – como en el sector informal en tiempos de recesión cuando caen sus ingresos - o con cambios institucionales – como en el sector salud con la entrada de mujeres en la medicina. En cualquier caso los datos arrojados por este estudio muestran que a niveles de educación mayores las brechas salariales se incrementan.

Relación laboral y estabilidad en el empleo

Los esfuerzos de flexibilización del mercado laboral con el objetivo de incrementar la competitividad de las empresas, especialmente en los mercados internacionales, han afectado en forma directa las formas de contratación y vinculación laboral, y por esta vía una de las dimensiones centrales de la calidad de los empleos asalariados: la estabilidad laboral. Como lo han advertido diferentes estudios sobre este fenómeno en América Latina, los logros obtenidos en competitividad – más no en productividad como se señaló en el capítulo inicial – sobre la base de una mayor inestabilidad e inseguridad de los y las trabajadoras conducen a ineficiencias económicas en el mediano y largo plazo en el conjunto de los mercados, debido al desincentivo para la capacitación y calificación laboral de los trabajadores en sus lugares de trabajo, la acumulación de conocimientos colectivos y la productividad general de las empresas.19

En esta sección se analiza la evolución en Colombia de uno de los indicadores de estabilidad laboral, como lo es el tipo de contrato que se establece en las relaciones de trabajo y, tal como lo indagan las encuestas de hogares, si dichos contratos son permanentes (indefinidos) o temporales (a término fijo). Esta clasificación, como todo indicador, es una aproximación a una realidad más compleja que, especialmente en este caso, no supone una asociación directa entre mala calidad y trabajo temporal, o en su defecto, buena calidad y contrato indefinido. Como lo señalan algunos autores, existen trabajadores que pueden contar voluntariamente con empleos temporales, tener horarios regulares de trabajo, estar bien remunerados y contar con cobertura de seguridad social;20 así mismo, existen trabajadores con contrato a término fijo que suelen ser renovados periódicamente y trabajadores que, siendo contratados por empresas de servicios temporales, trabajan de manera regular en una empresa.

No obstante estas consideraciones, la inestabilidad en el trabajo es una situación que ha venido creciendo y que asume diversas formas, como los trabajos meramente ocasionales, el trabajo estacional típico de las temporadas comerciales, o el trabajo con un contrato a término fijo de duración. En general, estas formas conllevan que una parte importante de trabajadores puedan considerarse involuntarios, en la medida que prefieren trabajos permanentes y se movilizan en busca de ello. La temporalidad del trabajo es un indicador importante de pérdida de estabilidad y de inseguridad en el empleo toda vez que señala a nivel agregado las preferencias de las empresas y la dinámica de las características de las nuevas vinculaciones laborales. La desagregación por sexo de este indicador permitirá realizar un análisis de género de estas características y las inequidades ahí presentes.

Trabajos temporales y educación

Para el período 1997-200021 el trabajo de tipo temporal se incrementó en un 19%, mientras los contratos de tipo indefinido se redujeron en un 4%, lo cual hizo que los y las trabajadoras con trabajo indefinido pasaran de representar el 80% a ser el 76% del total, en un contexto general en que el empleo sólo creció 1% durante el período, con un crecimiento de 3% para las mujeres y una reducción de 1% para los hombres. Aunque el contrato indefinido sigue siendo mayoritario, tanto en el sector formal como informal, estos cambios significaron una recomposición del empleo a favor de la temporalidad como parte de un proceso de más largo plazo, que afecta la seguridad y estabilidad laborales, y que en este período representó una reversión de cerca de 380 mil trabajadores (4% del total) que pasaron de empleos estables a empleos de menor duración.

Estas cifras, sin embargo, agregan comportamientos diferentes entre los distintos niveles de calificación del trabajo. Para este primer período, mientras el trabajo temporal se incrementó en 52% para los y las trabajadoras con educación superior, para aquellas y aquellos sin escolaridad o con educación primaria no presentó mayor variación. Los hombres que más perdieron el empleo durante la crisis de final de siglo fueron aquellos con contratos temporales y de bajos niveles educativos, lo cual coincide con la crisis que especialmente presentó el sector de la construcción. Las mujeres con estos mismos niveles de escolaridad, por el contrario, se engancharon en actividades temporales, especialmente en los sectores terciario e informal. Los y las trabajadoras con educación secundaria, que constituyen cerca de la mitad de los trabajadores, incrementaron su participación en el empleo temporal, con una tasa de crecimiento del 30% acumulada durante el período, y constituyeron el mayor peso en el proceso de flexibilización del mercado laboral.

Jerarquía de oficios y flexibilidad diferenciada

Por tipo de oficios, el trabajo temporal creció prácticamente en todos, pero de manera diferenciada para hombres y mujeres durante los últimos cuatro años del siglo veinte. Para las mujeres, los oficios en que más se incrementó el trabajo temporal fueron el profesional (46%), el directivo (34%) y el de los servicios (41%), siendo este último el que más peso tiene dado que ocupa el 35% del total de mujeres ocupadas, mientras los dos primeros ocupan el 16%. El trabajo temporal femenino también creció entre el personal administrativo y el comercio a una tasa del 20%, sectores que ocupan cerca del 40% de las mujeres.

Para los hombres, en forma diferente, el crecimiento más significativo de trabajo temporal se produce entre los comerciantes y vendedores, actividad que además de crecer 48%, ocupa al 19% del total de trabajadores. El mayor crecimiento se presentó en el personal administrativo (72%), pero este sólo cuenta para el 7.6% del total de trabajadores. En los trabajadores no agrícolas, el grupo más representativo ya que reúne al 41% del total, el trabajo temporal creció 5% y el permanente disminuyó 8%. Para el total, el trabajo temporal creció tanto para hombres como para mujeres, pero mientras para estas últimas lo hizo en 30%, para los hombres el incremento fue del 15%. Es decir, en el contexto de final de siglo en que el empleo femenino creció levemente y el masculino cayó un tanto, el crecimiento del empleo femenino fue totalmente temporal.

Jornada laboral

La jornada laboral,22 es decir, el número de horas trabajadas por una persona, afecta su salud física y mental, así como la calidad de vida de ésta y de las demás personas de su hogar. La jornada de tiempo dedicado al trabajo remunerado, bien en actividades asalariadas o independientes, determina la proporción de tiempo disponible para otras actividades y, especialmente en el caso de las mujeres, para las actividades reproductivas de cuidado de los hijos y de trabajo en el hogar. Si bien esta dimensión de la calidad de empleo se encuentra estrechamente relacionada con otras como la intensidad del trabajo, el tipo de empleo, las condiciones de seguridad o el ambiente de trabajo, la información obtenida sobre la jornada de trabajo resulta valiosa por sí misma como indicador de calidad.

La extensión de las jornadas de trabajo y los cambios que en esta puedan presentarse reviste especial consideración desde un análisis de género, toda vez que su relación y dinámica con el trabajo doméstico determina el bienestar general de las mujeres trabajadoras. Con la participación de la mujer en el mercado laboral, esta expresión bipolar del trabajo femenino ha sido reconocida en los estudios de género como ‘la doble jornada’. La reciente reforma laboral en Colombia23 introdujo una ampliación y flexibilización de la jornada diaria u ordinaria semanal de trabajo, como respuesta a las demandas por flexibilizar la disponibilidad de personal en las empresas en el marco de la competitividad internacional. Esto permitió, por ejemplo, horarios extendidos de los establecimientos comerciales y su apertura los fines de semana y festivos, algo que se ha observado recientemente en las ciudades colombianas. El impacto de estos cambios en la calidad de vida de las mujeres está por conocerse toda vez que siguen asumiendo la mayor proporción del trabajo extra laboral en las labores domésticas.

Los resultados arrojados por este estudio muestran que, en todos los casos y a nivel del promedio de horas trabajadas por hombres y mujeres, los hombres presentan jornadas laborales que superan a las de las mujeres en un rango que ha fluctuado en Colombia entre cinco y nueve horas adicionales. Este resultado no es sorprendente teniendo en cuenta que la identidad de los hombres ha tenido uno de sus pilares centrales alrededor del trabajo y de la función de proveedor que éste le proporciona en el hogar.24 Por otra parte, resultados similares se han encontrado para otros países de América Latina.25

En 1997 los hombres trabajaban en promedio 50.9 horas a la semana, mientras que para las mujeres este promedio era de 46.4 horas. Estos promedios no presentan mayor cambio en el año 2000. En el nuevo milenio, la Encuesta Continua de Hogares arroja una caída inicial del promedio de horas trabajadas por las mujeres, las cuales se aproximan a los cinco días y medio normales de trabajo (44 horas en promedio), jornada que permanece sin mayores cambios en 2004. Por su parte, los hombres mantienen un promedio de 52.6 horas en los años 2001 y 2004. Así, contrario a lo que podría esperarse de un proceso de flexibilización laboral –con la ampliación de la jornada diurna de trabajo-, de crecimiento del pluriempleo y de informalización del mercado laboral, las jornadas de trabajo muestran una ligera tendencia a la disminución para las mujeres. Esta aparente contradicción puede ser el resultado de la combinación de una serie de elementos que requerirían un análisis más exhaustivo, pero que se encuentran relacionados con el crecimiento del trabajo de tiempo parcial y de las jornadas de trabajo de fin de semana, especialmente en el sector comercio y servicios, donde la mujer se ha incorporado masivamente.

Por niveles educativos, como es de esperarse, se presenta una relativa disminución de las jornadas de trabajo en la medida en que se asciende en la escalera de la escolaridad. Los y las trabajadoras con nivel superior presentan jornadas laborales más cortas, las cuales han tendido hacia la jornada normal de cinco días y medio (44 horas) para los hombres con un promedio de 47,5 horas en el año 2004, y de cinco días normales (40 horas) para las mujeres con un promedio de 42 horas. Para los y las trabajadoras de nivel secundaria y primaria, en 2004 estos promedios son superiores en cuatro horas para los hombres y en dos horas y media para las mujeres.

El promedio de horas laboradas por hombres y mujeres para cada categoría ocupacional no presenta mayores diferencias en general. No obstante, es precisamente en los trabajadores de los servicios donde la diferencia de jornadas alcanza su mayor proporción: mientras en 1997 la diferencia era sólo de 3 horas, en el año 2000 llegó a cerca de 10 horas, en 2001 a cerca de 13 horas y en 2004 a cerca de 17 horas. Este incremento de las diferencias refleja, por un lado, el incremento de la jornada promedio de los hombres que pasó de 52 horas semanales en 1997 a más de 59 en el año 2004, y, por otro lado, a la disminución de la jornada de las mujeres que pasó de 49 a 42 horas como promedio semanal. Este comportamiento contribuye a argumentar a favor de la hipótesis de una mayor segregación ocupacional por género que ha llevado a las mujeres a adaptarse a empleos de jornadas de tiempo más parcial y flexible que les permita combinar de mejor manera sus jornadas laborales productivas con las jornadas de trabajo no remunerado y doméstico. Por su parte, los hombres en estas ocupaciones han incrementado sus jornadas ante las necesidades de complementar los ingresos. Para este caso las cifras insinúan un proceso de reversión en los avances hacia la equidad de género toda vez que conlleva un acentuamiento en la división sexual del trabajo, con una mayor presencia de tiempo de los hombres en el campo productivo y una menor presencia de las mujeres en éste, diferencia significativa toda vez que representa dos días laborales normales a la semana.

Seguridad social

El acceso a la seguridad social constituye el elemento más importante en la protección a los y las trabajadoras. Para la sociedad en general, la protección de las mujeres trabajadoras en los distintos riesgos que cubre la normatividad en este campo no sólo se traduce en un derecho central para el bienestar presente y futuro de la trabajadora, sino también de las futuras generaciones. Con la reforma a la seguridad social a mediados de los noventa Colombia adoptó un modelo combinado de reparto simple y de capitalización individual, en el caso de pensiones, y de régimen contributivo y subsidiado, en el caso de salud, que logró elevar significativamente la cobertura del sistema, pero que aún deja por fuera a porcentajes elevados de población nacional y laboral. La capacidad del nuevo modelo para dar respuesta a las necesidades de una amplia cobertura, se ha enfrentado especialmente a las nuevas formas de contratación y dinámicas del mercado laboral. Muchas nuevas formas de contratación, especialmente aquellas que surgen de adoptar figuras de contratación civil y no laboral, hacen descansar la cobertura de la seguridad social exclusivamente en cabeza del trabajador. No obstante, la puesta en marcha del subsidio cruzado entre el régimen contributivo y el subsidiado, y la identificación de los beneficiarios en mayores condiciones de vulnerabilidad social, le ha permitido al sistema llegar a sectores de bajos ingresos de la población que de otra forma estarían excluidos, especialmente a grupos pobres de mujeres y hogares. De acuerdo con este contexto y con la compleja normatividad que lo regula, el sistema ha permitido que, especialmente en el campo de la seguridad social en salud, las mujeres trabajadoras logren ligeramente mayores tasas de cobertura y seguridad frente a los hombres.

Aunque los datos para los períodos analizados no registran una tendencia clara de cambio,26 se observa desde el punto de vista de género que, mientras hombres y mujeres mantienen coberturas semejantes en pensiones (en general la casi totalidad de trabajadores con pensión cuentan a su vez con cobertura en salud), en salud las mujeres presentan una cobertura ligeramente mayor. El porcentaje de ocupados y ocupadas con acceso a cotización en un fondo de pensiones ha permanecido relativamente estancado durante los últimos ocho años, y ha llegado a un nivel de alrededor del 40% en el año 2004. Por el contrario, el sistema de seguridad social en salud, tanto contributivo como subsidiado en calidad de cotizante o beneficiario, ha presentado dinamismo al incrementar significativamente su cobertura, la cual ha alcanzado el nivel de 35% de los trabajadores y el 39% de las trabajadoras.

Según nivel educativo, como es de esperarse, los niveles de cobertura sostienen una relación positiva a medida que se incrementan los niveles de escolaridad. Contrasta que mientras del total de la población ocupada con educación superior, que representa la cuarta parte del total de ocupados, el 68% tiene cobertura en pensiones y salud en el año 2004, en los niveles más bajos de escolaridad, que representan otra cuarta parte del total de ocupados, sólo tienen cobertura el 10% y 18%. Esta es quizás la estructura de inequidad social más evidente que se encuentra en los indicadores de calidad de empleo. No obstante, es en este grupo de población donde el sistema de seguridad social en salud ha presentado resultados significativos durante el presente milenio. La población sin ningún nivel de escolaridad, que constituye sólo el 3% del total, incrementó su cobertura alrededor de 40 puntos porcentuales;27 los ocupados con nivel de educación primaria (22% del total de ocupados) pasaron de tener coberturas del 10 y 12%, para hombres y mujeres respectivamente, a coberturas del 45 y 53% en 2004. Las coberturas para los y las trabajadoras con escolaridad de secundaria, que constituyen la mitad de la población ocupada, se incrementaron en 22 puntos para los hombres y en cerca de 30 puntos para las mujeres. Esto significa que tres de cada veinte mujeres ocupadas logró el acceso a los servicios de salud en los últimos años, avance significativo en términos de política social y calidad de empleo. Para los y las trabajadoras con educación superior, este incremento fue de sólo 11 puntos, teniendo en cuenta que este grupo ya presentaba niveles altos de cobertura.

Estos avances en términos de cobertura en servicios de salud a las trabajadoras no deben opacar el hecho de que el 60% de la población trabajadora aún se encuentra por fuera del sistema de pensiones y una cuarta parte por fuera tanto de salud como de pensiones. No obstante, esta desprotección cae especialmente sobre los trabajadores clasificados en el sector informal, donde cerca del 42% de los trabajadores y del 35% de las trabajadoras no tiene ninguna cobertura. El sector formal presenta altos niveles de protección, los cuales sin embargo no logran niveles de cobertura total debido, por un lado, a trabajadores profesionales por cuenta propia que no se afilian al sistema, o a unidades productivas de más de diez trabajadores que dejan a algunos de ellos sin una debida afiliación a los sistemas. En general, los resultados son ligeramente favorables a las mujeres, especialmente en el sector informal, debido a la preocupación pública porque el régimen subsidiado llegue prioritariamente a mujeres en edad reproductiva, lo cual se refleja en un crecimiento sistemático en la cobertura de más de ocho puntos porcentuales durante el período.

4. Conclusiones

El análisis de la calidad del empleo en Colombia desde una perspectiva de género ha mostrado que ésta no avanza en forma lineal y segura hacia un mejoramiento y una equidad entre los sexos. Por el contrario, el género como categoría de análisis social e histórico muestra elementos contradictorios de avance y retroceso en cuanto a las dimensiones de calidad observadas en los ocho años analizados. Los indicadores más importantes de calidad del empleo en Colombia no se dirigen hacia una igualación entre los sexos, por el contrario, unos se revierten y otros avanzan a partir de las fuerzas culturales, institucionales y del mercado. Aunque la calidad del empleo incluye múltiples dimensiones, este estudio se ha centrado en cuatro de ellas que por su importancia permiten una valoración parcial pero relevante desde el punto de vista de las características nacionales de la calidad del empleo de los y las trabajadoras colombianas. Desde una mirada de género, los indicadores de calidad en los últimos años revelan que mientras las mujeres trabajadoras pierden en ingresos y estabilidad frente a los hombres, ganan en términos de extensión semanal de jornadas de trabajo y de cobertura de seguridad social. No obstante, debido a que tanto las mujeres como los hombres no constituyen grupos socialmente homogéneos, su desagregación en subgrupos, con características que permiten relativamente una comparación entre semejantes, como los niveles educativos y los oficios (las dos variables seleccionadas por este estudio), lleva a obtener resultados más precisos. Mientras la brecha de ingresos entre hombres y mujeres se amplia a favor de los primeros conforme se eleva el nivel educativo, las jornadas laborales disminuyen para hombres y mujeres a medida que se asciende en la escala de la escolaridad. Por su parte, mientras la inestabilidad en el empleo, dada por el porcentaje de contratos a término fijo, se incrementa para hombre y mujeres de mayor educación, la seguridad social se incrementa a medida que se avanza en la escolaridad. Así, los indicadores de calidad no señalan todos en un mismo sentido. Sin embargo, a excepción de la seguridad social donde el esfuerzo de cobertura en salud a mujeres de bajos niveles educativos es significativo, la tendencia parece ser que, dadas las grandes inequidades sociales, las disparidades de género en las dimensiones de calidad del empleo se exacerban a medida que se avanza en la escala social.

En cuanto a los ingresos promedio de hombres y mujeres, en lo transcurrido del período 2001-2004, y en un contexto de lenta recuperación de los principales indicadores del mercado laboral, se revirtió un avance logrado durante el período anterior (1997-2000), y la brecha de ingresos promedio de las mujeres con respecto a los hombres se amplió de 21% a 25%. Esta ampliación de la brecha de ingresos se presenta simultáneamente con un incremento de la proporción de mujeres calificadas dentro del total de ocupadas. Esto es, la fuerza laboral femenina ocupada eleva su nivel educativo a cambio de una reducción de sus ingresos con respecto a los hombres. Efectivamente, la brecha de ingresos se amplió para todos los niveles educativos, pero esta ampliación es especialmente aguda para los niveles de educación superior, la cual pasó de 16% a 32%. Así, mientras en el período anterior de crisis económica de finales de siglo, es el grupo de mujeres profesionales el menos perjudicado relativamente en empleo e ingresos, durante el nuevo siglo con una relativa estabilidad y crecimiento económico es este mismo grupo el que más crece en empleo, pero el más afectado en ingresos.

Estos resultados son confirmados en la comparación de ingresos por categorías ocupacionales u oficios. Aquí se presenta un deterioro significativo de los ingresos relativos de la mujer con respecto a los hombres, especialmente en las categorías más altas de la jerarquía ocupacional, esto es, en los profesionales y el personal directivo. Para el primer grupo, la brecha de ingresos promedio pasó de 17% en el año 2001 a 32% en 2004. Por su parte, para el personal directivo, donde se ocupaba el 4% de los hombres y el 3% de las mujeres, los ingresos promedio de las mujeres cayeron drásticamente 33 puntos porcentuales y presentaron una brecha de 39%, afectando la equidad de género en términos de ingresos en esta cúpula ocupacional donde se concentra poder y capacidad de decisión.

La situación más crítica de equidad de género se presenta con las trabajadoras de los servicios, cuyos ingresos relativos muestran una tendencia a la caída en los dos periodos. La brecha de ingresos promedio pasó de 35% en 2001 a 49% en 2004. Esta parece constituir una categoría ocupacional altamente segregada donde las remuneraciones más altas son percibidas por hombres, no obstante la más alta presencia femenina en dicha ocupación (34% del total de mujeres frente a 11% del total de hombres). Como se verá a continuación, esta caída de ingresos se encuentra relacionada en alguna medida con el incremento de los contratos temporales y los trabajos de fin de semana en las empresas de servicios.

En cuanto a la estabilidad en el empleo, el indicador disponible referido al tipo de contrato refleja un crecimiento lento del contrato a término fijo. Aunque no se dispuso de estadísticas para el segundo período, el trabajo de tipo temporal se incrementó en 19%, para el período 1997-2000, mientras los contratos de tipo indefinido se redujeron en 4%. Esto hizo que los y las trabajadoras con trabajo indefinido pasaran de representar el 80% del total a constituir el 76% del mismo, en un contexto general en que el empleo sólo creció 1% durante el período, con un crecimiento de 3% para las mujeres y una reducción de 1% para los hombres. Aunque el contrato indefinido sigue siendo mayoritario tanto en el sector formal como en el asalariado informal, estos cambios significaron una recomposición del empleo a favor de la temporalidad como parte de un proceso de más largo plazo, que afecta la seguridad y estabilidad laborales.

El contrato temporal se incrementó en 52% para los y las trabajadoras con educación superior, mientras que para aquellas y aquellos sin escolaridad o con educación primaria no presentó mayor variación. Paralelamente, los contratos temporales por tipo de oficio crecen especialmente para las mujeres de nivel profesional (46%), directivo (34%) y de servicios (41%). De continuar esta tendencia durante el nuevo siglo, resulta coincidente con la caída de los ingresos relativos de la mujer en estos mismos niveles, como se presentó anteriormente. Una hipótesis a verificar hacia el futuro consiste en analizar hasta qué grado la ampliación de la brecha de ingresos en los más altos niveles educativos se encuentra asociada al incremento del trabajo temporal y otros indicadores de flexibilización laboral.

A la extensión de las jornadas de trabajo se le otorgó especial consideración en este estudio, toda vez que para las mujeres trabajadoras esto se relaciona con la disponibilidad de mayor o menor tiempo para la realización del trabajo doméstico. No obstante, los resultados muestran que en todos los casos y a nivel del promedio de horas trabajadas por hombres y mujeres, los hombres presentan jornadas laborales que superan a las de las mujeres en un rango que ha fluctuado en Colombia entre cinco y nueve horas adicionales. Este resultado no es sorprendente teniendo en cuenta que la identidad de los hombres ha tenido uno de sus pilares centrales alrededor del trabajo.

Contrario a lo que podría esperarse del proceso de flexibilización laboral dado por la Ley 789 de 2002, que amplió la jornada diurna de trabajo, las jornadas de trabajo muestran una ligera tendencia de disminución para las mujeres. Esta aparente contradicción puede ser el resultado de la combinación de una serie de elementos que requerirían un análisis más exhaustivo, pero que se encuentran relacionados con el crecimiento del trabajo de tiempo parcial y de las jornadas de trabajo de fin de semana, especialmente en el sector comercio y servicios, donde la mujer se ha incorporado masivamente. Por niveles educativos, se presentó una relativa disminución de las jornadas de trabajo a medida que se asciende en la escalera de escolaridad. Los y las trabajadoras con nivel superior presentan menores jornadas laborales, las cuales han tendido hacia la jornada normal de cinco días y medio para los hombres, con un promedio de 47,5 horas en 2004, y de cinco días normales para las mujeres, con un promedio de 42 horas. Para los y las trabajadoras de nivel secundaria y primaria, en el año 2004 estos promedios son superiores en cuatro horas para los hombres y dos horas y media para las mujeres.

El promedio de horas laboradas por hombres y mujeres según categoría ocupacional no presenta mayores diferencias en general. No obstante, es precisamente en los trabajadores de los servicios donde la diferencia de jornadas alcanza su mayor proporción; mientras en 1997 la diferencia era sólo de 3 horas, en el año 2000 llegó a cerca de 10 horas, en 2001 a cerca de 13 horas y en 2004 a cerca de 17 horas. Este incremento de las diferencias refleja, por un lado, el aumento de la jornada de los hombres que pasó de 52 horas semanales en 1997 a más de 59 en 2004 y, por otro lado, la disminución de la jornada de las mujeres que pasó de 49 a 42 horas como promedio semanal. El sector servicios presenta así un cuadro más claro para las mujeres, que a su vez requiere una mayor exploración: aumenta la temporalidad y en alguna medida los trabajos de tiempo parcial, por ejemplo de fin de semana; disminuyen las jornadas laborales en la semana y cae el ingreso promedio con respecto a los hombres.

Este proceso permite argumentar a favor de la hipótesis de una mayor segregación ocupacional por género que ha conducido a las mujeres a adaptarse a los empleos ofrecidos en jornadas de tiempo más parcial y flexible, que conforme con el orden hegemónico de género en los hogares, las lleva a asumir el mayor peso del trabajo doméstico no remunerado. Por su parte, los hombres en estas ocupaciones han incrementado sus jornadas ante las necesidades de complementar los ingresos, lo cual los lleva a acentuar sus funciones de proveedor principal en los hogares. Para este caso las cifras insinúan un proceso de reversión en los avances hacia la equidad de género toda vez que conlleva un acentuamiento en la división sexual del trabajo, con una mayor presencia de tiempo de los hombres en el campo productivo y una menor presencia de las mujeres en éste, diferencia significativa toda vez que representa dos días laborales normales a la semana.

En cuanto a seguridad social, la capacidad del sistema en Colombia para dar respuesta a las necesidades de una amplia cobertura se ha enfrentado especialmente en los últimos años a las nuevas formas de contratación y dinámicas del mercado laboral. Muchas nuevas formas de contratación, como aquellas que surgen de adoptar figuras de contratación civil y no laboral, hacen descansar la cobertura de la seguridad social exclusivamente en cabeza del trabajador. No obstante, la puesta en marcha del subsidio cruzado entre el régimen contributivo y el subsidiado, y la identificación de los beneficiarios en mayores condiciones de vulnerabilidad social, le ha permitido al sistema llegar a sectores de bajos ingresos de la población, que de otra forma estarían excluidos. De acuerdo con este contexto, el sistema ha permitido que, especialmente en el campo de la seguridad social en salud, las mujeres trabajadoras logren ligeramente mayores tasas de cobertura y seguridad frente a los hombres.

Según nivel educativo, como es de esperarse, la cobertura presenta una relación positiva a medida que se incrementan los grados de escolaridad. Contrasta que mientras de la población ocupada con educación superior, que representa la cuarta parte del total de ocupados, el 68% tiene cobertura en pensiones y salud en el año 2004, sólo el 10% y 18% de quienes se encuentran en los niveles más bajos de escolaridad tienen cobertura, grupo poblacional que representa otra cuarta parte del total de ocupados. Esta es quizás la estructura de inequidad social más evidente que se encuentra en los indicadores de calidad de empleo. No obstante, es en este grupo de población de bajo nivel educativo donde el sistema de seguridad social en salud ha presentado resultados significativos durante el presente milenio. Los ocupados con nivel de educación primaria (22% del total de ocupados) pasaron de tener coberturas del 10 y 12%, para hombres y mujeres respectivamente, a coberturas del 45 y 53% en 2004. En general, los resultados son ligeramente favorables a las mujeres, especialmente en el sector informal, debido a la preocupación pública porque el régimen subsidiado llegue prioritariamente a mujeres en edad reproductiva, lo cual se refleja en un crecimiento sistemático en la cobertura de más de ocho puntos porcentuales durante el período.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA

1. El presente artículo se realizó a partir de un estudio realizado para la Consejería Presidencial para la Mujer y la Equidad de Género. Quiero agradecer los valiosos comentarios y aportes de Luz Gabriela Arango, profesora de la Universidad Nacional de Colombia al estudio que precedió este artículo.

2. Véase Nussbaum y Sen (comp.) (1998).

3. La literatura en América Latina sobre el enfoque de las capacidades ha girado en torno a los informes sobre el desarrollo humano adelantados por el PNUD y a los estudios sobre pobreza, donde el enfoque ha sido de gran impacto. Véanse, entre otros, PNUD (2003), Iguiniz (1996) y Corredor (1999).

4. Sobre prácticas empresariales de no contratar mujeres embarazadas véase evidencias en Lemaitre (2003) y Tenjo y Rivero (1998).

5. Clark (1996), citado en Reinecke y Valenzuela (2000), p. 34.

6. Véase, entre otras, Agarwal (1994, 1997) y Kabeer (1994).

7. En el mismo sentido y desde otro ángulo, se ha señalado el hecho de que las expectativas se adaptan a las posibilidades reales que se presentan en el mercado de trabajo. Esto es, que la mayoría de las personar incorporan las limitaciones educativas, sociales y de género que tienen para acceder a un mejor empleo y pueden presentar altos grados de satisfacción cuando acceden a empleos ligeramente mejores. Véase Tolbert y Moen (1998), citado en Reinecke y Valenzuela (2000).

8. Véase entre otras Rowlands (1997), Zapata-Martelo et al, (2002) y León (1997).

9. Desde el punto de vista de la teoría económica el principal determinante de la calidad del empleo en una sociedad esta asociado a su productividad. No obstante, debido a la extensión de este artículo, no se expondrá aquí dicha discusión que ha ocupado lugar central desde los estudios de género y economía toda vez que se refiere a la relación y transferencia de valores entre las actividades reproductivas y productivas.

10. Yánez (2004: 38). Véase también Arango (1999).

11. Recientemente se ha acuñado el concepto de "flexicurity" que vincula flexibilidad y seguridad, como alternativa para conciliar las necesidades de las empresas con las de los y las trabajadoras. Algunos países europeos han avanzado en tal sentido. En el caso de Holanda, preocupados por el incremento del empleo a través de agencias temporales, que llegó a ocupar el 11% de los ocupados en 1994, en 1998 se aprobó la Ley de Flexibilidad y Seguridad (Flexibility and Security Act) que logró flexibilidad en la ley de despidos, por una parte, mientras, por la otra, garantizó un mínimo de seguridad para empleados en trabajos temporales. Véase Van het Kaar (1999).

12. European Foundation for the Improvement of Living and Working Conditions (2002).

13. Se debe tener en cuenta que para este período se trabaja con la Encuesta Continua de Hogares, lo cual debido al cambio en la metodología de la encuesta, dificulta la continuidad de las cifras con respecto al período anterior. No obstante, se pueden observar en forma estricta los cambios dentro de cada período.

14. Con respecto al período anterior y a los resultados de la Encuesta Nacional de Hogares (ENH), en la Encuesta Continua de Hogares (ECH) se presenta un incremento de la participación de la mujer en el total de la población ocupada al pasar del 41% en la ENH al 45% en la ECH.

15. En términos porcentuales la mayor ampliación de la brecha se presenta en las trabajadoras sin ninguna escolaridad, quienes perdieron 31 puntos porcentuales (con respecto a 1997, 37 puntos), pero cuyo peso en el total es muy reducido, pues representan sólo el 2% de las ocupadas.

16. Aunque la desagregación estadística por actividad económica y oficio no resulta representativa, las cifras sugieren que esta equidad de género en el personal directivo se concentra especialmente en el sector privado.

17. Bernat Díaz, Luisa Fernanda, 2005, "Análisis de género de las diferencias salariales en las siete principales áreas metropolitanas colombianas: ¿Evidencia de discriminación?", en Cuadernos PNUD – Consejería Presidencial para la Equidad de la Mujer, Investigación sobre género y desarrollo en Colombia, pp. 91-92.

18. Para el caso colombiano véase los resultados del grupo focal realizado con jefes de personal de diferentes empresas en: Tenjo, Jaime y Rocío Ribero (1998), "La situación de la mujer en el mercado laboral urbano colombiano: un diagnóstico preliminar", Informe final. CEDE, Santafé de Bogotá.

19. Véase Víctor E. Tokman (2004)

20. Véase Anne Polivka (1996), Sharon Cohany (1998) y Joseph Meisenheimer (1998).

21. Debido a que en la ECH del trimestre julio-septiembre no se incluye la pregunta correspondiente al tipo de contrato de trabajo, no fue posible analizar el período 2001-2004. No obstante, se espera solucionar este vacío para una versión posterior del estudio.

22. El indicador utilizado en este aparte es el número de horas promedio a la semana que trabaja una persona. Este es tomado de la pregunta 34 de la ECH: ¿Cuántas horas trabajó a la semana normalmente... en ese trabajo?

23. Ley 789 de 2002. Esta ley amplía la jornada diurna, llamada ahora ordinaria, en cuatro horas de 6 p.m. a 10 p.m. y reduce el recargo por el trabajo dominical y festivo. Aunque el objetivo de la reforma fue generar más empleo, sus evaluaciones en este aspecto han sido contradictorias y sus efectos sobre la calidad aún no se han evaluado. Véase Observatorio del mercado de trabajo y la seguridad social (2004).

24. Véase Fuller (2000), Pineda (2003a).

25. Valenzuela (2000) encuentra que para los cinco países del Cono Sur "los hombres registran en promedio un mayor número de horas de trabajo semanal que las mujeres" (p. 73).

26. Se debe señalar que, a diferencia de las cifras presentadas en el resto del informe, la no disponibilidad de coberturas de seguridad social para el trimestre de julio-septiembre de 2004 en la Encuesta Continua de Hogares, obligó a obtener datos de la Encuesta para el trimestre abril-junio del mismo año. Esto explica en parte el cambio brusco que se presenta para este año en las cifras de cobertura, especialmente en salud.

27. Como se advirtió en la anterior nota de pie de página, la comparación de las cifras se debe tomar con precaución debido no sólo al cambio de metodología entre ENH y ECH, sino a que para el año 2004 se tomó el trimestre de junio y no el de septiembre.


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