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Larry tragamonedas
Larry se incorporó con dificultad y vomitó un poco. La cabeza le ardía y sentía el cuerpo ensopado en un sudor que olía a alcohol y a orines. El día no había empezado nada mal.
Hacía un calor de mil demonios. El asfalto parecía derretirse a lo lejos y el sol brillaba implacable en lo alto; era medio día. Larry casi no podía ver en medio de tanta luz. Le dolían los ojos. A su lado distinguió vagamente una botella de cerveza. Sonrió al instante, la cogió y se la llevó a la boca. Estaba hirviendo y su sabor era espeluznante. Larry se sintió reconfortado.
Antes de terminar lo poco que quedaba de la cerveza, vio que un perro callejero se le acercaba. Se dirigió al vómito y lo lamió un buen rato. “¡Wow!” pensó, “el mundo si es verdaderamente absurdo”, y se echó a reír a carcajadas. Estaba de maravilla.
El perro se volteó y trató de orinar sobre el costado derecho de Larry. Él lo empujó con fuerza y el perro le peló rabiosamente los dientes. Luego se fue a orinar a otro lado y siguió su camino. Larry sabía que si seguía sentado ahí, en ese andén, tarde o temprano se insolaría, pero no le importó. Aceptaba su dolor pues se sabía culpable del mismo y esto lo hacía sentir poderoso. Él decidía sobre su propio flagelo y se responsabilizaba de su decadencia. “¡Soy un miserable, pero consciente! ¡Mi destino me pertenece!” gritaba a veces por ahí cuando estaba bien borracho. La gente lo creía un loco, un borrachín indeseable. Larry se creía un adelantado.
El tipo no era un indigente ni mucho menos. Recibía una renta mensual gracias a una herencia que le había dejado una tía y que le alcanzaba para vestirse y comer bien. También para beber alcohol y tener mujeres de vez en cuando.
Ese día estaba fatal pero bien vestido. La noche anterior se había tirado a una chica que andaba buscando algún burro que la mantuviera por lo alto. Él ya sabía cómo eran estas mujeres, así que se hizo el tonto y dejó que ella actuara. Él sólo sacaba los billetes para el licor. Lo demás fue esperar.
¿Cómo había llegado a ese lugar al día siguiente? No lo sabía pero tampoco le importaba. Sentado, mirándose la punta del zapato, sintió una sombra que lo iba cubriendo. Era un hombrecillo reluciente. Zapatos bien lustrados, pantalón de lino y camisa por dentro. Llevaba un libro negro en su mano izquierda: La Biblia.
– “Hermano mío, Dios es omnipresente, omnisciente y todo poderoso. Todo lo ve, todo lo oye y todo lo sabe. No es posible escapar de su voluntad” – dijo el hombrecillo convencido y con vos estentórea. Sigue leyendo