Juan David Correa
Rosa vino a decirme lo que ya sabía: que nuestro corto noviazgo había terminado. Lo supe desde la noche en que le dije que la odiaba. Lo supe al amanecer cuando empacó sus cosas en la maleta negra que usaba cada vez que dormía en mi casa. No quise que me diera explicaciones. Miré el aro del bombillo y vi a una polilla revoloteando. Le dije lo que quería oír. A las mujeres siempre les gusta que uno se compadezca. Es una manera de afirmarse en el mundo. De sentir que tienen el control. Fumamos un cigarrillo sobre el sofá rojo. Ninguno de los dos lloró ni se quejó. El silencio se instaló entre los dos. Pasaron dos minutos. Me levanté, le di un beso en la frente y fui hasta mi cuarto en donde me estiré sobre la cama. Unos segundos después oí la puerta cerrarse. Todo terminó, me dije, expirando, como si quisiera contener el dolor en una bocanada. No era posible, así que para no caer en el patetismo de llorar por alguien a quien apenas presentía, encendí el televisor y me distraje con la BBC que transmitía un debate sobre la muerte de una estudiante de bachillerato en Sheffield.
Amanecí con el sonido del televisor tronándome en la cabeza. Esta es la nueva vida, pensé tras comprobar que una vez más estaba solo. El teléfono sonó. Su voz provenía de algún pozo profundo. La escuché decirme te odio. Colgué. Fui hasta la nevera y abrí un yogurt de melocotón. La baba lechosa me produjo un buen efecto. Algo comenzaba a conciliarse dentro de mí. Como si después de haber dejado a Nidia y de emprender el corto noviazgo con Rosa y de acabarlo, como ahora estaba sucediendo, mi mundo comenzara a encontrar un orden ansiado. Se me ocurrió pensar que Alberto tenía razón: al caos hay que sumarle más caos, cuando ya la esfera está llena de desorden todo explota y vuelve a encontrar su lugar.
Rosa estuvo seis meses a mi lado. Fueron seis meses caóticos. Rosa era bella aunque inestable. Tenía las pestañas largas y los ojos negros. Los entornaba y en ese movimiento me hacía ver que ella tenía una fuerza que me superaba por mucho. A su lado siempre me sentí pusilánime. Por eso, ese domingo, tomando yogur y viendo a las palomas cagar sobre el alero de mi ventana, comenzaba a sentir bienestar. Un bienestar que duró poco. El lunes llegué al trabajo y Clara me entregó un sobre que contenía las siguientes palabras: “no sabes con quién te metiste, ahora vas a sufrir”. De inmediato bajé los cuatro pisos y le pregunté a Clara quién diablos había dejado el sobre. Un muchacho, me respondió. Un muchacho ¿cómo? Le pregunté.
Un mensajero, tenía casco y chaleco amarillo y no se quitó el casco. Me sudó la sien.
Todo el día no hice otra cosa que mirar por la ventana hacia el parqueadero.
El director me llamó como a las cinco para preguntarme sobre las fechas de cierre. Hablamos un rato. Está raro, me dijo. Si, terminé con Rosa. El director conocía a Rosa pues había trabajado para él antes que yo. ¿Y esa vaina? Lo de siempre. Hágale Ángel, arranque y mañana hablamos del cierre. Salí de la oficina. Hubiera querido decirle que tenía miedo y que el problema no era haber acabado con Rosa sino una maldita amenaza dejada por un hombre anónimo en la portería. Caminé un buen rato por el parque El Virrey. En la autopista me senté en un banco. Anochecía. Bogotá siempre me ha parecido una ciudad o muy bonita o muy fea. Me pareció más fea que de costumbre. Quise pensar en los días en que aún mamá estaba viva. Hubiera podido ir a contarle lo que me ocurría. Una mujer me amenaza, le diría. Ella se sentaría tratando de parecer imperturbable, pero en el fondo de sus consejos yo adivinaría lo que siempre había pensado: me creía un incapaz. No incapaz para trabajar: un incapaz para vivir sin pánico. Ella sabía que cada tanto yo estaría allí, sentado a su lado, para pedir consuelo por algún desequilibrio emocional. En el fondo los dos sabíamos que cuando muriera, una parte de mí no podría flotar con naturalidad. Tenía un fallo en uno de los remos y el bote siempre estaría a punto de naufragar. Anocheció.
Me levanté del banco y eché a andar hacia la casa de mamá. Quería llamar a Rosa y pedirle una explicación. Me sentía amenazado por su carta. No dudaba ni un segundo que era su manera de hacerme sentir inerme. Ella había aprendido a conocerme en las noches en que yo salía corriendo por calles para evitar verla en la felicidad de las fiestas. No sé por qué me atacaban los celos. Tampoco porque echaba a correr como un poseso. Terminaba al otro día destrozado, con el corazón latiéndome despacio, como un balón gastado lleno de agua. Era lunes y las calles comenzaban a estar vacías a eso de las ocho. No sabía adónde ir ni qué hacer. Era un moscardón encerrado en un frasco vacío. Me daba contra las paredes al recordar la nota.
Rosa no dejó la nota. Eso fue lo que me dijo al no soportar el zumbido e ir hasta su casa a eso de las diez de la noche. Estaba acostada leyendo El corazón es un cazador solitario de Carson McCullers. Intenté recordar algo de la trama.
Sólo aparecían unos caballos. Un bar. Un tono decididamente escueto. Me senté a su lado y le pedí una explicación. Ángel, estás chiflado. Sería incapaz. No seas tonto, dame un abrazo. Volví a sentirme parte del mundo del que había sido expulsado con una nota. Sentí calor y me recosté a su lado. Quise creer que todo volvería a la normalidad. Y así fue. Despertamos e hicimos el amor y nos miramos con ojos de no querernos separar nunca más. Cuando ella se encerró en el baño a canturrear alguna canción pensé en los dos días anteriores. En el bienestar del domingo. En el malestar del lunes. Estaba buscando el equilibrio y creía que podía encontrarlo entre el calor de un abrazo y el dolor de un balazo. Pensaba que podía vivir en la hendija: justo en el centro. Siempre estaba imaginándome como alguien que no era. Necesitaba mi cuota de dolor y de amor, siempre en las justas proporciones. Como en una receta, cuando alguna de las cantidades no era equilibrada, yo comenzaba a emprender la fuga.
Rosa salió del baño y me dirigió una mirada. Parecía enamorada. Yo lo estaba, de alguna manera, a mi manera. Habría querido ser como Frank Sinatra y cantar A mi manera y creer que el mundo podría ajustarse como un guante a los deseos y sueños. Me levanté y me metí en el baño. El agua estaba hirviendo. Comencé a silbar My Way. Me sentí parte del mundo. Me sentí pletórico. Me sentí amado y redimido y fuera del dolor. Me jaboné como queriendo quitar de mí el sentimiento de soledad que me había embargado desde el domingo. Me quemé con el agua y quise gritar: Rosa te amo. No lo hice. En cambio salí, me sequé la piel frente al espejo, le di las gracias a mi madre que estaría mirándome desde algún lugar y salí dispuesto a prometer que pasaría el resto de mis días con Rosa.
No pude hacerlo. Rosa no estaba y en cambio había una nota, idéntica a la del día anterior, pero esta vez con las palabras: “No vuelvas más, era mi manera de decir adiós”.
Juan David Correa (Bogotá, 1976). Literato de la Universidad de los Andes. Ha sido periodista cultural en medios como El Espectador y Cromos. Desde 2004 publica una columna semanal sobre literatura en El Espectador. Desde 2005 es editor de Arcadia, el suplemento cultural de la revista Semana. Ha escrito en revistas como Semana y Soho. Ha publicado tres libros: Las bibliotecas cuentan (crónicas sobre bibliotecarios colombianos) Fundalectura, MinCultura 2004; Pedro Almodóvar, alguien del montón (ensayo biográfico) Panamericana 2005; Todo pasa pronto (novela) Alfaguara 2006.