Lila Cuellar, la amante inmortal

Jorge Vallejo.

El marido celestial de Lila Cuellar Cifuentes fue enterrado a la entrada del cementerio de Wahring, en Viena, a las tres de la tarde del 29 de marzo de l824. El señor Beethoven fue acompañado a su tumba por veinte mil adoloridas personas, entre ellas, los más grandes músicos europeos de ese siglo, Schubert a la cabeza. Ese hombre, según Menuhin, tan parecido a un intermediario entre la voluntad divina y el empecinamiento de los hombres, vivió en la tierra 57 años. Hoy, es eterno.

En la tumba No. 670 del jardín Ñ del Cementerio Metropolitano del Sur, mirando a los majestuosos Farallones de Cali, reposan los restos de la viuda de Beethoven. Lila sobrevivió a su marido eterno algo más de siglo y medio. En su entierro, decenas de personas humildes batieron pañuelos blancos para despedirla y en una pequeña grabadora de cassette se escucharon los acordes del Himno de la Alegría.Lila fue la propietaria de la Casa de Beethoven, una cantina con cerca de veinte mil discos de larga duración en lo que es hoy una de las ollas urbanas más peligrosas de Colombia, la de la calle doce en el barrio Sucre de Cali. Lila apareció en ese lugar con la venerabilidad de una anciana viuda dispuesta a mantener vivo el mensaje de su marido, como una antorcha encendida en mitad de la noche, cual Atenea, hija de Zeus, para iluminar el pensamiento y purificar los sentidos. Lila, la que fuera dignificada por la Orquesta Sinfónica del Valle en el Teatro Municipal por invitación de la Alcaldía, la que enseñó apreciación musical en vivo y en caliente a buena parte de los caleños cultos y sensibles que habitaron esta ciudad a lo largo de más de medio siglo, permanece aún en el olvido de la memoria.

Su padre, un melómano, la llevó a conocer el Teatro Municipal cuando la más importante sala de la ciudad apenas era unos años mayor que ella. La vida la metió en uno de esos turbiones sin memoria y, adolescente, se encontró en la calle, sola como un náufrago y donde le tocó aprender a vivir en ella y de ella, allí hizo su escuela. Fue cantinera y en algún bar, en una esquina desierta de una calle cualquiera, conoció a un tipo que le hizo un presente, un disco con un mensaje. El mensaje era una convocatoria, una cita, una invitación, una orden a llevar una vida marcada por la música, donde todos los sentidos son oídos y los escritos, pentagramas.

Lila llegó a Cali en tren en 1947. Cayó con su marido terrenal al barrio Sucre. Venían de Bogotá y ya tenían una incipiente discoteca de música clásica y un bebé de brazos. El bebé era un expósito, un niño abandonado en la puerta de su casa por alguna mujer de la calle, había sido adoptado más por el peso de la conciencia solidaria de deambulantes y callejeros que por el sentido maternal. La pareja se estableció en la calle doce, entre carreras doce y trece. Al principio se habían financiado con un depósito de maderas, luego pasarían al negocio de la discoteca.

Lila Cuellar montó su centro musical y le puso su apellido: Casa de Beethoven. Era una cantina con mesas, sillas, un equipito de sonido, un orinal, algunos cuadros de su Panteón, una nevera para enfriar cerveza y una repisa para las canecas de aguardiente. Nada más. Bajo la lógica de la subsistencia vendía bloques de hielo, cigarrillos menudeados, galletas y gaseosas. Le gustaba enseñar y compartir, sobre todo a los niños, halagaba tímpanos y ensoñaciones.

Los amantes y conocedores de la música clásica acudían a la Casa de Beethoven a deleitarse pero sobre todo a aprender. Lila era una apasionada pedagoga y su sala llegaría a convertirse en el foro musical por excelencia. Allá terminaban los principales conciertos sinfónicos o las más bellas presentaciones de ópera. Allá se iban a beber los músicos de la desaparecida orquesta Sinfónica del Valle; los músicos, los directores, los solistas y los más entusiastas melómanos de Cali, del Valle y de muchas partes del mundo iban a casa de Lila a embriagarse por completo de vino, de virtud, de música y de poesía. En alguna ocasión fue visitada por un ciudadano finlandés. Le hizo llorar, le trajo a su soledad el Poema sinfónico Kalevala de Sibellius, su compatriota. En otra, un ministro de educación esforzó su memoria para pedir algo que ensalzara su vanidad y sus propios conocimientos, algo exquisito y escasamente conocido, un secreto entre conocedores; la dueña le había pedido escoger de su infinita carta. El ministro buscó en lo más recóndito de su memoria y terminó pidiendo un vals, el Danubio Azul. Ella sonrió, en la calle había aprendido a ser más que tolerante.

Hacia finales del medio siglo, el barrio Sucre y sus alrededores estaban habitados por trabajadores y artesanos. Un cura ingeniero, el padre Marco Tulio Collazos, construyó la iglesia de Santa Rosa. Otros clérigos montaron el colegio de Fray Damián y otros, el de San Luis. Las iglesias y los colegios eran el centro de una vida apacible y digna. Los cines, Trípoli, Sucre, Aristi y Colón asombraron a los que se podían asombrar. Vino la Plaza de Mercado y llegó la transformación de la pacífica zona. La solidez del cemento trajo los primeros vehículos, el comercio se agitó con sus naturales consecuencias: tiendas de abarrotes, cantinas, hoteles, malandrines y bandidas hicieron su aparición. Lila, firme como las guerreras de la calle, se encerró con sus delirios musicales.

Lila era la esposa legítima de Beethoven en el mundo de la ebriedad estética pero, como los esquizofrénicos, llevaba una doble vida: la vida eterna de la noche y la condena, también eterna, de los días y días sin sentido con el marido de carne y hueso, un tranquilo señor bueno para nada y ese hijo adoptado que había recogido sin quererlo y que con los días y los años resultaría epiléptico, drogadicto, feo y tan sucio que espantaba. Vivía entre un claro de luna con su esposo Beethoven pero se iba de francachela por los andurriales y fracasos de Gardel. Las tardes de los sábados eran para los amantes de la daga y el coraje, de los tragos duros, de soledades y abandonos. El resto de la semana era fiel y más que fiel a su marido.
La maestría de Lila sedujo a varias generaciones de caleños que acudían a su santuario a aprender a distinguir compositores, directores de orquesta, solistas, corales, registros y decibeles. Amaba la ópera y sobre ella sabía más que nadie y la explicaba con pasión. Organizaba sus conciertos con todo el rigor de las programaciones bien medidas y tasadas, alternaba el derecho de petición entre sus escogidos habituales. A su sala se entraba por recomendación y era exigente. Abdul, el hijo abandonado, el expósito, su asesino, la chantajeaba, la amenazaba y agredía moral y físicamente para comprar pepas y marihuana. Lila Cedió cuanto pudo y al final el hijo la rindió.

La cultura y la sensibilidad de los caleños están en deuda con el recuerdo de Lila. ¿Qué se hizo la formidable colección? Muchos ciudadanos le deben su entusiasmo musical a Lila. Algo se podrá hacer para que los jóvenes y niños, hijos o nietos de aquellos que disfrutaron a morir con Bach, Mozart, Vivaldi, Paganini, Tchaikovski, las grandes corales y los mejores solistas continúen con la saga de esa mujer bajita y gorda, de insondables ojos protegidos por unas gafas de carey y lentes como lupas; vestida como una Geisha en noche de gala que vendía hielo para cholados y que le enseñaba a los niños con galletas y gaseosas.

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