El paso del Salón Nacional de Artistas por Cali en Noviembre de 2008, sin duda dejó algunas huellas. Huellas en los lugares de la ciudad que ocupó y resignificó, entre los que se destaca la sede antigua del Colegio La Sagrada Familia en el barrio El Peñón; pero sobre todo huellas en la memoria de los visitantes y espectadores de las obras que allí se exhibieron. Quiero referirme en particular a dos obras que capturaron mi mirada y dejaron en mi memoria algunas huellas indelebles.
Una imagen del cuerpo y el cuerpo de la imagen en la obra de José Alejandro Restrepo
La capilla ubicada en el segundo piso del Colegio La Sagrada Familia acogió la obra del artista bogotano José Alejandro Restrepo. Su video instalación Variaciones sobre el Santo Job, enmarcada en el eje curatorial llamado Representación/presentación, ocupó este espacio, una vez vaciado todo su contenido religioso. Suponemos que el altar, los vitrales, muebles, crucifijos, íconos y demás objetos propios de una capilla partieron del lugar junto con las monjas que habitaron el colegio durante varias décadas.
El espacio oscuro, con ventanas selladas para impedir el paso de la luz, se convirtió entonces en la morada de tres figuras del Santo Job a quien el artista pone en escena con cierto tono sagrado y lúgubre. En opinión de algunos espectadores con quienes comenté la obra, la puesta en escena de los videos en el seno de la capilla le robaba protagonismo a la video instalación. En mi opinión, la puesta en escena en un espacio cargado de sacralidad, añadía una especie de aura al objeto artístico.
La imagen de Job que primero me impactó, por su tamaño y visibilidad, era aquella que aparecía proyectada en el fondo de la capilla, en el espacio propio del altar. En esta imagen de video, Job se hallaba parado contra una pared blanca, aunque no recién pintada. Esta toma de Job nos mostraba principalmente su cuerpo semidesnudo, y su rostro, oculto detrás de una máscara genérica, evocaba, entre otras figuras, la indumentaria del verdugo en la teatralidad sadomasoquista.
El artista presenta una imagen de Job enmascarado y con ello, no solo introduce un rasgo algo siniestro en el personaje, sino que trae la pregunta por la representación. En el teatro clásico griego se empleaban máscaras para ocultar la expresión propia de los actores, sustituyéndola por una mueca genérica que representaba un aspecto universal del alma humana. En esta imagen de Job, más que el rostro, es el cuerpo el que atrapa la mirada: se trata de un cuerpo desgarbado, semidesnutrido, alejado de todos los cánones estéticos que promueven los medios en nuestro tiempo; sería el reverso del cuerpo atlético, sano y bronceado que ha monopolizado el mundo de las imágenes en la actualidad. Además es un cuerpo cuyo movimiento parece rígido, con cierto automatismo, pero paradójicamente, es un cuerpo lleno de gracia.
Cuando me acerqué como espectadora desprevenida con el fin de apreciar la imagen de Job y contemplar sus movimientos, me percaté de que en todo el centro de la capilla, en el piso, yacía un Job acostado en posición fetal. Esta vez dormido, con menor movilidad excepto cuando se rascaba de cuando en cuando. Sobre esta imagen de video proyectada en el piso, el artista superpuso unos gusanos de seda reales y vivos para que durante la exposición de la obra, estos armaran su nido y cumplieran su ciclo vital. Ante el Job acostado, traté de no dejarme llevar por las explicaciones de la joven guía, quien con las mejores intenciones, presentaba una tesis académica sobre la relación entre el ciclo vital de los gusanos y el ciclo vital del humano. Me interesé por el detalle estético de los gusanos armando su nido sobre Job; era el mismo Job enmascarado de la primera imagen de video.
Cuando trataba de discernir en la oscuridad -un poco encandelillada por la contraluz de la proyección del video- el detalle de los seres vivos que en un hábitat artificial lograban su metamorfosis, me percaté que detrás de mí había otro Job. Para mí, el tercer Job, tuvo un efecto de sorpresa, y por lo mismo, quizás un impacto mayor.
Este último ya no estaba proyectado como los dos anteriores sobre una superficie plana (pared o piso). El artista presenta a Job en la pantalla de un televisor de los años cincuenta, un aparato grande, del tamaño de una caja donde cabría un adulto si es lo suficientemente flexible. De nuevo un Job enmascarado. Lo sorprendente aquí ya no era el cuerpo de Job en sí, sino el hecho de que aparece “encerrado” dentro de un televisor. Más que la imagen de Job en la televisión, es Job metido en un televisor. Job se hace presente de repente y con este movimiento, el artista logra tocar los límites de la representación.
Esta tercera variación del Santo Job, una imagen de Job en la imagen de la televisión, nos invita a reflexionar sobre el estatuto epistémico de las imágenes en la contemporaneidad. Con este video, el artista nos recuerda que las imágenes tienen el poder de “tragarnos”. El Job del televisor sería entonces una especie de metáfora del poderío oral de las pantallas. En esta misma vertiente, el Job del televisor no deja de evocar la estupenda película de David Cronenberg, Videodrome (1983), donde el cuerpo del protagonista se funde con un televisor, creando una confusión entre el cuerpo humano, la imagen y el aparato. No hay duda de que se trata de un acercamiento por el arte al tema de lo “ominoso”, tema que Freud abordó en un ensayo de 1919, y que él define como el campo de lo inquietante, siniestro, lúgubre, horrendo, terrorífico. Una de las figuras de lo “ominoso” según Freud es la representación del encierro y no de cualquier encierro: “Muchas personas concederían las palmas de lo ominoso a la representación de ser enterrados tras una muerte aparente”. El encierro en la caja del televisor sin duda apunta a esta figura de lo ominoso y por ello tiene el poder de interpelar al espectador, ya sea para cuestionarlo, angustiarlo, espantarlo o atraerlo.
Una imagen del tiempo y la memoria de la obra de David Claerbout
Una de las instalaciones fotográficas de David Claerbout, The Algier’s Section of a Happy Moment (Sección de un momento de felicidad, 2008), constituyó para mí otra experiencia de apreciación estética que dejó marcas en mi memoria. La serie de varios cientos de fotos en blanco y negro se proyectaban en una pared blanca por veinte minutos sin repetirse. Lo que al principio me parecía una serie de fotos tomadas una tras otra, al cabo de unos minutos de observación se convierte en una serie de fotos de un solo instante. El artista, toma múltiples fotos de un mismo instante desde cientos de ángulos distintos.
El instante tiene lugar en un barrio popular en las laderas de Argel, donde un grupo de hombres de diferentes edades pasan el tiempo en una cancha deportiva de cemento. Unos juegan, otros observan, otros simplemente están ahí. El juego de la pelota aparentemente ha sido interrumpido por la incursión de unas gaviotas en el espacio urbano, cuando uno de los hombres de la escena les ofrece alimento. Esta “sección de un momento de felicidad”, es fotografiada desde un número inimaginable de perspectivas. Cada toma se acerca a cada uno de los personajes masculinos: desde niños de ocho años hasta señores de sesenta. Cada toma captura un gesto, una mirada, una postura. Unas denotan felicidad, esperanza, otras dejan entrever cierta nostalgia; unas muestran cierto cansancio y amargura, otras no esconden cierta inocencia o picardía. Si bien es un momento feliz, tal como lo describe el artista, los rostros no necesariamente dejan ver un sentimiento único. Son puntos de vista singulares, posiciones subjetivas de hombres diversos; todo captado en un instante.
Descubrir que se trataba de un mismo instante fotografiado desde múltiples perspectivas se convirtió en un efecto de sorpresa. Un efecto que se transformó inmediatamente en un deseo de seguir viendo. ¿Qué rostro o personaje mostrará la próxima imagen? ¿Será el rostro del señor arrinconado contra la pared que observa con nostalgia la felicidad de los otros? Cada imagen nos acerca a un personaje desde diferentes ángulos y con esto nos mantiene instalados en un deseo de ver aquello que la imagen anterior nos escondía. Nos recuerda así que el dispositivo de la pantalla está hecho para mostrar algo, pero en ese movimiento, paradójicamente, oculta algo. Cada toma de Claerbout busca fotografiar aquello que fue ocultado en la toma anterior.
Creo que Claerbout apunta a fotografiar aquello que quedó por fuera de la pantalla en la imagen precedente, creando en el espectador la ilusión de que su mirada alcanzará a abarcar la totalidad de ese momento feliz. Cada imagen nos muestra un detalle más, un personaje más, un gesto más, visto desde otro ángulo, dándonos la sensación de que lo alcanzará a mostrar todo… Pero al final nos damos cuenta de que no todo queda fotografiado y de que además sería imposible hacerlo. Doscientas cámaras no bastan para fotografiar ese instante. Claerbout nos sitúa frente a esa imposibilidad de verlo todo después de habernos sostenido en la ilusión de omnividencia. De esta manera también apunta a los límites de la representación y cuestiona los poderes de la imagen.
Me he referido a estas dos obras porque fueron las que más me impactaron del Salón de Artistas, por los motivos que he intentando exponer aquí. Motivos relacionados con la experiencia de apreciar y dejarse afectar por el objeto artístico. Motivos que intento discernir haciendo uso de algunas líneas conceptuales propuestas por la teoría psicoanalítica. Cuando se aprecia el arte desde esta perspectiva, es inevitable dar cuenta de los efectos de la experiencia estética. Efectos que he querido llamar “huellas indelebles” utilizando metafóricamente el término de Freud cuando se refiere a aquellos recuerdos de los primeros años de nuestra infancia que quedan impresos en el alma.
Pero también he querido referirme a la cuestión de la imagen y la representación, y en particular a la función de la imagen artística que captura la mirada del espectador, introduciendo una distancia necesaria entre el contenido de la imagen y el sujeto que mira. La imagen artística, a diferencia de las imágenes de la propaganda por citar un ejemplo, deja una puerta abierta a la interpretación, al juicio y a la posición subjetiva.
En otras palabras, la imagen artística no sólo captura la mirada sino que genera pensamiento e invita a dialogar. Las obras que comenté, introducen interrogantes sobre el estatuto de la imagen, lo visible, los límites de la representación, el dispositivo de la pantalla, el tiempo y la memoria en la fotografía. Pero en última instancia ponen sobre la mesa la pregunta sobre la función del arte y del artista en el mundo contemporáneo. No dejo de pensar en la frase enigmática del psicoanalista francés Jacques Lacan, escrita en un homenaje póstumo a Merleau-Ponty en la revista Les temps modernes (1961): “El ojo está hecho para no ver en absoluto […] Inversamente, el artista nos da acceso al lugar de lo que no se sabría ver: Todavía sería necesario nombrarlo.”
Ximena Castro Sardi es psicóloga de la Universidad de los Andes y obtuvo su maestría en Ciencias Sociales y Estudios Psicoanalíticos en la New School University de New York. Actualmente cursa estudios en psicoanálisis en la Universidad de París VIII. Está asociada a la Nueva Escuela Lacaniana de Psicoanálisis y es profesores de psicología y psicoanálisis en la Universidad Icesi.