Los Inesperados Efectos del Escalofrío Epistemológico

J. Martín-Barbero

Sobre el mundo de lo visual a mí siempre me ha interesado una pregunta no convencional ya que desborda el “cuadro” de la imagen: ¿qué hace la gente con lo que ve? más acá y más allá de lo que se ve en la pantalla. Y sin embargo, la experiencia que tuve para poder encontrar un camino posible a esta pregunta, la viví ya estando en Cali y trabajando con la Universidad del Valle. Lo que les relataré no es ninguna novela, pero fue tan importante en mi vida que lo he llamado un escalofrío epistemológico. Y a su vez esa experiencia se vio desbordada del campo de la investigación cuando el relato que hace la gente con lo que ve, lo que siente y lo que vive, se transformó en creación audiovisual y programa de televisión.

1. La investigación

Fue a los pocos meses de estar en Cali cuando me vi enfrentado a una experiencia de iniciación a la cultura cotidiana del mundo popular caleño que trastornó mis muy racionalistas convicciones y mis acendradas virtudes “críticas”. En una ciudad en la que una película que durara tres semanas seguidas en cartelera constituía un record, había una que los estaba batiendo todos, La ley del monte. Empujado por la intriga de su éxito, que convertía a ese film en un fenómeno más que sociológico, casi antropológico, un jueves a las seis de la tarde con algunos otros profesores me fui a verla. La proyectaban en el Cine México, situado en un barrio popular del viejo centro de la ciudad. A poco de empezar la sesión mis colegas y yo no pudimos contener las carcajadas pues sólo en clave de comedia nos era posible mirar aquel bodrio argumental y estético que, sin embargo, era contemplado por el resto de espectadores en un silencio asombroso para ese tipo de sala. Pero la sorpresa llegó también pronto: varios hombres se acercaron a nosotros y nos increparon: “¡o se callan o los sacamos!”.

A partir de ese instante, y hundido avergonzadamente en mi butaca, me dediqué a mirar no la pantalla sino a la gente que me rodeaba: la tensión emocionada de los rostros con que seguían los avatares del drama, los ojos llorosos no sólo de las mujeres sino también de no pocos hombres. Y entonces, como en una especie de iluminación profana, me encontré preguntándome: ¿qué tiene que ver la película que yo estoy viendo con la que ellos ven? ¿Cómo establecer relación entre la apasionada atención de los demás espectadores y nuestro distanciado aburrimiento? En últimas ¿qué veían ellos que yo no podía/sabía ver? Y entonces, una de dos: o me dedicaba a proclamar no sólo la alienación sino el retraso mental irremediable de aquella pobre gente o empezaba a aceptar que allí, en la ciudad de Cali, a unas pocas cuadras de donde yo vivía, habitaban indígenas de otra cultura muy de veras otra, ¡casi tanto como las de los habitantes de las Islas Trobriand para Malinowski! Y si lo que sucedía era esto último: ¿a quién y para qué servían mis acuciosos análisis semióticos, mis lecturas ideológicas? A esas gentes no, desde luego. Y ello no sólo porque esas lecturas estaban escritas en un idioma que no podían entender, sino sobre todo porque la película que ellos veían no se parecía en nada a la que yo estaba viendo. Y si todo mi pomposo trabajo “desalienante” y “concientizador” no le iba a servir a la gente del común, a esa que padecía la opresión y la alienación: ¿para quién estaba yo trabajando?

Fue a esa experiencia a la que tiempo después llamé pomposamente un escalofrío epistemológico: un escalofrío intelectual que se transformó en ruptura epistemológica por la necesidad de cambiar el lugar desde donde se formulan las preguntas. Y el desplazamiento metodológico indispensable, hecho a la vez de acercamiento etnográfico y distanciamiento cultural, que permitiera al investigador ver-con la gente, y a la gente contar lo visto.

Eso fue lo que andando los años nos permitió des-cubrir, en la investigación sobre el uso social de las telenovelas, que de lo que hablan las telenovelas, y lo que le dicen a la gente, no es algo que esté de una vez dicho ni en el texto de la telenovela ni en las respuestas a las preguntas de una encuesta. Pues se trata de un decir tejido de silencios: los que tejen la vida de la gente que “no sabe hablar” -y menos escribir- y aquellos otros de que está entretejido el diálogo de la gente con lo que sucede en la pantalla. Pues la telenovela habla menos desde su texto que desde el intertexto que forman sus lecturas. En pocas palabras nuestro hallazgo fue éste: la mayoría de la gente goza mucho más la telenovela cuando la cuenta que cuando la ve. Pues se empieza contando lo que pasó en la telenovela pero muy pronto lo que pasó en el capítulo narrado se mezcla con lo que le pasa a la gente en su vida, y tan inextricablemente que la telenovela acaba siendo el pre-texto para que la gente nos cuente su vida.

Entonces decidí proponer a los alumnos que fueran a ver la película por grupos y, al salir, invitaran a la gente de la película a tomarse una cerveza o un tinto y les pidieran que les contaran la película. Con ese material hice un taller en el que los estudiantes me contaron la película que veía la gente. Sólo les voy a contar un relato que me quedó para toda la vida. Un alumno me dijo: “Yo vi a un viejito que salía limpiándose las lágrimas y le dije: “¿Quiere un tinto?”. Y él me dijo: “No, una cerveza”. Entonces fuimos a tomarnos una cerveza, nos sentamos a conversar y le dije: “Bueno, ¿le gustó la película?”, “Uy, sí, muchísimo”. “¿Qué fue lo que más le gustó?” “¡El perrito!”. Y el alumno le preguntó, “¿El perro? Yo no vi ningún perro, ¿cuál perro?”. Entonces el viejito emocionado empezó a recordar las escenas en las que salía un perrito “como el que él había tenido en su infancia”, de manera que toda su película había girado en torno a que había un perrito que le había recordado algo de lo más feliz de su infancia. Toda su película tuvo que ver con su infancia y ese señor se enganchó a ella por el perrito. Ninguno de los que estábamos allí oyendo lo que le había contado el viejo habíamos visto al perro. Por eso fuimos a ver la película otra vez y el perro estaba, evidentemente, aunque no era ningún protagonista sino que era solamente un perro que atravesaba la calle. Pero este viejito vio toda la película a partir de su memoria: aquel perrito lo enlazó con su infancia y con las dimensiones posiblemente más poéticas de su vida.

Aquel ejercicio me transformó la vida y, a partir de ahí mis preguntas e investigaciones dejaron de partir de los medios para indagar las mediaciones que entretejen la compleja relación de la gente no sólo con los medios audiovisuales, sino ¿cómo se comunica la gente en la plaza de mercado, en la esquina del barrio, en el estadio? Esto me dio una pista muy importante. De cierto modo empecé a sentirme un antropólogo aquella tarde en el Cine México de Cali, porque si yo no ocupaba el rol de antropólogo, tratando de entender las claves de la cosmovisión de la gente a la que apasionaba La ley del monte no entendería prácticamente nada de lo que ocurría en el plano cotidiano de las sociabilidades y las culturas políticas desde las que la gente percibe mundo y lo sufre pero también lo recrea.

Cuando hablo de antropología (en este caso, de una antropología visual) no puede ser sólo la que usa los medios audiovisuales como instrumento de exploración etnográfica, sino aquella que se hace cargo de toda forma de significación y expresividad, desde la expresividad corporal y gestual de la gente a los ritmos del habla y el baile. A mí me interesan mucho más las hablas -siempre en plural y polisémicas- que la gramática (¡siempre monoteísta!). Y es que la antropología visual no puede pensarse sólo como la que utiliza herramientas visuales, sino como aquella que estudia el funcionamiento de las visualidades en términos de construcción de identidades, de conflictos sociales y de empoderamientos ciudadanos.

En la Universidad del Valle se produjo otro milagro espléndido: la creación de un plan de estudios de Comunicación Social que no tenía nada que ver con los acostumbrados y anacrónicos estudios de periodismo. Mis alumnos no solían leer la prensa (mera constatación), pero en cambio eran unos apasionados del cine y de la música. Entonces diseñamos un plan de estudios para gente altamente interesada en, vocación para, el cine, la música, la radio y el teatro, más que con la prensa, que era “pobre y triste” ideológica y gráficamente conservadora. Es decir, no nos pareciera importante el medio prensa sino que nos interesaban mucho más las culturas que emergían del interés y la vocación de los propios alumnos. Por ello, el área de talleres de producción audiovisual fue curricularmente diseñada por Andrés Caicedo -el director de cineclubes y de la revista Ojo al Cine– y Luis Ospina, director de cine y el primer profesor de ese taller. Un taller que tuvo siempre, no sólo el aprendizaje de cómo hacer, sino también el de investigación de lenguajes, de temáticas y públicos.

Y fue con base en esa experiencia que, junto con varios profesores, y también a recién egresados de la carrera (que hoy son realizadores de cine como Oscar Campos) hicimos un planteamiento muy claro sobre la necesidad de que esta no era fuera un lugar para que los adolescentes jugaran con la cámara, sino que debía formar parte de la espléndida apuesta que arrancó en la Universidad del Valle pero que en gran parte se debió al Cali de entonces y a su cultura audiovisual: a los cineclubes, a la cantidad de gente joven que hacía cine a su manera, que elaboraba guiones, documentales, etc. Es algo que no me atribuyo para nada, sino que surgió a partir del encuentro de muchas personas que estaban buscando por el mismo lado y que se conectaron con una serie de grupos de investigación en Latinoamérica que en ese momento andaban en la misma dirección. Eso implicaba empezar a pensar en serio que los habitantes de la cultura audiovisual vivían una cultura diferente; que los jóvenes llegaban a la escuela con un montón de información y unos modos de ver y de oír que no venían de la cultura letrada sino de los medios audiovisuales y eso implicaba que había que seguirle la pista a la vitalidad de estas culturas urbanas, que no eran anti-letradas sino que ya no tenían como eje al libro ni a la prensa escrita: su eje era la música, el cine y los cómics. Y cuando digo “música”, estoy diciendo no solamente salsa sino también rock y poco después vallenatos.

Es decir, que quien hizo posible la antropología visual con que iniciamos la formación de comunicadores fueron los propios profesores y los estudiantes guiados, eso sí, por preguntas nuevas, que no se agotaban en: ¿qué hacen los medios con la gente?, ¿cómo la alienan y la estupidizan?, sino también: ¿qué hace la gente con lo que ve y con lo que oye? Así se rompió con viejos e inertes modos de enseñar, justamente porque se rompió con los modos de investigar. Lo que nos enfrentó a una fecunda crisis por estar convirtiendo el estudio de la comunicación en un espacio abiertamente interdisciplinar, donde trabajaban juntos antropólogos, sociólogos y estudiosos de los medios. Y con una enorme preocupación central, a la vez social y cultural, la de buscar comprender cómo se estaban transformando las culturas cotidianas de la gente en su relación con los medios audiovisuales, que eran los medios influyentes en las grandes mayorías del país y de América Latina. Lo que me comprobó una investigación que coordiné entre el año 1985 y el año 1992 en seis países de América Latina: México, Colombia, Chile, Perú, Argentina y Brasil, sobre los usos sociales de la telenovela.

En Cali, la investigación la realizamos en compañía de Sonia Muñoz, una compañera también recién egresada de la Escuela de Comunicación de la Valle y con un grupo de profesores y profesoras de sociología y estudios de lenguaje. Tomamos varios barrios de la ciudad para ver cómo el barrio miraba la telenovela, porque en ese entonces no se veía solamente en familia sino que el barrio entero la veía y la contaba. A las horas de ciertas telenovelas de esos años, Gallito Ramírez, San Tropel Eterno, El Divino -que era sobre el Valle a partir de una novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal– prácticamente los barrios se paralizaban. Y se hicieron estudios no de la cantidad de audiencia, qué estaba a la vista de cualquier observador, sino acerca de cómo la gente veía la telenovela, qué hacía con ella, para qué le servía.

Y aquella manera de investigar las modalidades de relación de la gente del barrio con la telenovela nos descubrió algo interesantísimo: que la gente del común, la que disfruta la telenovela, goza mucho más cuando la cuenta que cuando la ve. Pues la gente utiliza la telenovela para poder contar su propia vida. Lo mejor que le puede pasar a alguien que disfruta la telenovela es que un familiar, una vecina o un amigo, le diga: “Oye, no pude ver el capítulo de ayer, cuéntamelo”. Y entonces esa persona empieza contando el capítulo pero al poco rato  está hablando de lo que le pasó a su prima, de los amores y los dolores de su cuñada, de lo le pasó a su abuelo o al novio de su cuñada, etc. Lo que realmente hace la gente, y por tanto lo que verdaderamente importó para esa investigación, no es lo que resultaba de “nuestro análisis” del texto de la telenovela, sino de la telenovela que ven los y las televidentes, y para eso la única manera de saberlo era poniéndonos a la escucha de lo que ellos y ellas cuentan. Lo interesante de nuestro estudio fue comparar los “usos” que esos sectores de la ciudad hacían con las telenovelas en otros barrios, para comprender lo qué significaba el que esas telenovelas pusieran a hablar al barrio entero al final del capítulo, transformándose en verdaderos fenómenos barriales. Y esto tenía mucho que ver con sus modos cotidianos de pertenencia al barrio. De manera que el mirar y contar la telenovela interpelaba dimensiones sociales y culturales de la vida cotidiana de la gente.

2. La producción

Ese fenómeno de narratividad, de convertir a la gente en narradora, mezclando lo que veía y oía en la TV con lo que vivía y sentía, nos descubrió también otras cosas, especialmente las posibilidades de que sus narrativas se tornaran en producción. Y, a su manera, eso fue lo que se propuso el programa con el que el Departamento de Comunicación puso a Univalle en TELEPACIFICO: Rostros y Rastros. Con ese programa el nuevo horizonte de investigación, que privilegiaba las culturas audiovisuales desde mediados de los años 70s, se dio un explícito proyecto de producción audiovisual. Y son dos las demandas a las que se respondieron muy especialmente con ese programa: una, que podríamos llamar la “cuestión regional”, y dos, la de hacer otra televisión. La reflexión y el debate con que los profesores y alumnos del Departamento de Comunicación contribuyeron a la creación y configuración inicial de Telepacífico -y que muy pronto quedarían plasmadas en Rostros y Rastros, se podrían sintetizar así:

Rostros y Rastros se convirtió en una serie representativa de lo que estábamos haciendo en la región. Porque tanto este como Telepacífico y lo que se venía haciendo en la escuela de comunicación de Univalle, dieron cuenta de otra importante relación: aquella entre la nación y la región, y lo que significó que el país comenzará a reconocer su diversidad regional. La “cuestión regional” nombra la permanente desigualdad a la que se hallan sometidas las regiones cuando la nación se identificó con un Estado que se hizo “a costa” de ellas, esto es, no haciendo converger las diferencias sino subordinándolas, poniéndolas al servicio de un Estado que más que integrar lo que supo fue centralizar. La región representa, de un lado, el espacio de una demanda de autonomía que remite tanto a diferencias culturales como a desigualdades sociales y políticas. Pues una región está hecha tanto de expresiones culturales como de situaciones sociales a través de las cuales se hace visible el “desarrollo desigual” de que está hecho el país. La región resulta además expresión de una particular desigualdad: aquella que afecta a las etnias y culturas que, como los negros y los indígenas son objeto de peculiares procesos de desconocimiento y desvalorización. Pero otro lado, la región está significando un lugar clave a la hora de pensar la resistencia y la creatividad frente a la globalización. Porque si hacerle frente a la seducción/imposición cultural que nos viene del mercado transnacional debe ser algo más que retórica chauvinista, o mero repliegue provinciano, necesitamos entonces desarrollar todo lo que nos queda de cultura viva, cotidiana, capaz de generar identidad.

La cuestión crucial: ¿con qué modelos de televisión asumir las peculiaridades de lo regional, los retos de una identidad cultural que no se quede en nostalgia y narcisismo, y que al asumir la historia lo haga como memoria del presente y no como refugio y escapismo? La televisión regional no sería algo verdaderamente diferente a un mal remedo de la mal llamada “televisión nacional” más que en la medida en que fuera capaz de definir su ámbito y su modo propio de operación más allá de lo que proponía el Estado y de lo que determinaban los comerciantes. Pues hay demandas de memoria y de futuro que no provienen ni del Estado ni del mercado sino de la sociedad civil, de sus múltiples colectividades y organizaciones populares, comunales, barriales, donde hay gente capaz de narrar su historia, y su lucha cotidiana hecha música, teatro, cocina y arquitectura, tejido, danza o relato oral. ¿Será ilusorio pensar una televisión hecha por ese inmenso tejido de instituciones y organizaciones productoras de cultura? Pero a su vez resultaba estratégico plantearse que una cosa es empezar a verse y mirarse en sus problemas y sus potencialidades, en sus cantares y sus sabores, y otra mucho más difícil y arriesgada es reconocerse y hacerse reconocer por los otros. Hacer televisión en Cali y el Valle implicaba sería entonces mirar no sólo el Valle, sino mirar desde el Valle el país entero y el mundo. Lo que significaba ser capaces de hacer una televisión con sabor y lenguaje propios.

Telepacífico inicia su programación el 3 de julio de 1988 y el 15 de septiembre de ese mismo año UV-TV, la programadora de Univalle, inicia su andadura con Ojo y vista: peligra la vida del artista, un documental de Luis Ospina que inaugura la vida de Rostros y Rastros. No puedo dejar fuera de esta memoria la conversación con Oscar Campos en la que me propuso y entusiasmó con la idea de hacer “un programa en el que se experimentara el documental en todas sus posibilidades y vertientes, desde el neorrealismo italiano hasta surrealismo Buñeliano”, en el que cupiera la vida cotidiana de la ciudad y la región. Pero el sueño del que nació Rostros y Rastros tuvo también en su arranque una pesadilla: la escenificación que hiciera Ramiro Arbeláez pocos meses antes de la imposibilidad de hacer cine en Colombia tomándose el hall de entrada a CREE para colgar en sus columnas y paredes kilómetros de cinta en 16 milímetros pues no había forma de que nos devolvieran -ni de los USA ni de Medellín- los negativos “decentemente revelados” de los pequeños films hechos con los alumnos en el último año y medio de la carrera. Dicho llanamente: hacer video documental fue la única forma en que se pudo hacer cine, esto es, experimentar sus lenguajes y sus géneros, pero en formato de televisión, y en un formato tan nuevo que exigía también nuevos públicos. Pero no fue sólo la Universidad del Valle, ni el Departamento de Comunicación, los que idearon e hicieron Rostros y Rastros, fue Cali, la ciudad más apasionada por el cine, la que encontró en ese programa de-video-para-televisión su artimaña para seguir ejerciendo de pionera en la producción audiovisual del país, y lo hizo convocando a todos sus artistas: teatreros, fotógrafos y sonidistas, que, junto con los profesores, los alumnos y los primeros egresados de Comunicación – Juan Fernando Franco, Guillermo Bejarano, Rafael Quintero, Luis Hernández, Antonio Dorado, Óscar Bernal- se tomaron la ciudad, la región, sus gentes, tanto las bien-nombradas como las sin-nombre, sus culturas cotidianas, la materialidad de sus arquitecturas y sus desolaciones, sus cárceles y manicomios, sus plazas y sus paisajes de llano y de montaña, de ríos y de mar, sus culturas sonoras y musicales, sus ritmos, su vitalidad y su sensualidad, su informalidad y su cali-dez. Mirando desde esa compenetración entre el programa (en todos sus significados y sentidos) y su ciudad resultan hasta explicables la enorme cantidad de premios nacionales e internacionales que se ganó, y la fuerte empatía que suscito no sólo en sus públicos locales sino en los de todo un país harto de verse deformado y contrahecho por un centralismo que llamaba nacional las imágenes producidas desde la andina capital acerca de un país caribeño, llanero, costeño de una punta a la otra.

Una fuerte empatía también internacional de la que tuve numerosas pruebas y experiencias. En mis viajes no sólo por Latinoamérica sino especialmente en Europa y los USA, los videos de Rostros y Rastros que viajaban conmigo, despertaban un extraño asombro y atractivo que me llevó a reflexionar no poco. Y en dos direcciones. Una, la que des-cubre la potente hibridación que subyace esos videos, hechos a la vez, inextricablemente, de unos ambientes y personajes, hablas y sonoridades, hechos y situaciones, profunda y densamente locales, pero hechos con lo mejor y más diverso de los lenguajes y géneros cinematográficos mundiales, seriamente estudiados y emocionalmente disfrutados, gozados: desde el sueco Bergman y el aragonés Buñuel o el italiano Fellini al japonés Ozú y el argentino Solanas. La pasión por el cine que se materializó y expresó en la experiencia caleña de los cineclubes y del caliwood de los Andrés Caicedo, Mayolo y Ospina en los 70s, revolvió hasta hibridarlos el fuerte sabor de lo local con las potencialidades narrativas de lo mundial, que desprovincianizaban lo que se veía, se oía y se sentía. La otra pista de comprensión es la que abre el interrogante de por qué estando tan territorialmente lejos del Caribe la ciudad de Cali es una de las tres grandes creadoras de salsa junto con San Juan de Puerto Rico y Nueva York. Con toda la caribeña modernidad de Barranquilla no es allí donde se crea salsa sino en esa ciudad sureña de la costa pacífica que, para mayor paradoja, ¡vive rodeada de poblaciones indígenas Guambianas y Paeces! Con lo que no hay más remedio que aceptar una paradoja mayor, la que hace de Cali una ciudad en la que lo caribeño se hace y se vive extraterritorialmente, des-localizadamente, pues ni el Caribe tiene nacionalidad y ni Cali se agota en su localidad. Sin coronel que la escriba Cali ha sabido plasmarse y contarse mundialmente en su salsa y su cine, y de ambos esta hecho Rostros y Rastros. De ahí la transversalidad de los usos que han tenido y siguen teniendo esos documentales que le han servido a muchas universidades colombianas para enseñar producción audiovisual pero también a no pocos antropólogos para sacar su quehacer del, frustrante por instrumental, uso de la cámara en sus tareas etnográficas de “documentar” visualmente su trabajo, e incluso hoy siguen representando para no pocos grupos de amateurs un modelo a escala de lo que se puede hacer bien sin salir del país y con poca plata.

Pues mucho más barata, la tecnología del video posibilitaba abarcar todo el proceso con las mismas ideas y las mismas manos: grabación y pos grabación – versus revelado, sonorización y montaje – permitiendo que muchos más se sintieran convocados a imaginar e idear temáticas y ensayar formas de contarlas. Es bien significativo que este medio, tecnológicamente mucho más simple, se prestara para una mayor experimentación en todas las dimensiones que tiene la elaboración y realización del documental. Ahí está la gran diversidad de estilos  que se expresa en los videos de Rostros y Rastros  sin que ello rompiera la secreta impronta que los sostiene y enlaza. Una impronta que Ramiro Arbeláez atribuye a “la herencia de Luis Ospina” y la ubica en haber sabido hacer de una experiencia estética – entrelazadora del documental estadounidense con el cinema-vérité francés- una experiencia a la vez ética: “la de otorgarle la palabra, para que sea él (el que normalmente es espectador) quien se exprese, cuente su historia”. Lo que implicaba una fuerte contradicción a sostener entre la multiplicidad de “efectos técnico-expresivos” de la imagen-fragmentación, decoloración, saturación, contraste, reverberación- y modalidades de narración -con o sin narrador, presente o voz en off, pasivo y exterior o interactuante y arriesgado a lo que pase mientras se filma-grava- con esa apuesta ética de no manipular al testigo, ni sustituirlo, sino al revés: empoderándolo como el único y verdadero actor-autor del relato, en su corporalidad, su voz y su habla, su condición social y cultural.

Y de esa apuesta es que salieron los mejores logros tanto cuando el testimonio era individual como cuando era colectivo. Ahí están dos documentales de Antonio Dorado: El último tramoyista (1989) que para contarnos la historia del Teatro Municipal no escogió a ningún historiador ni a ninguna de sus importantes Directoras sino al viejo e invisible tramoyista (y cuya “invisibilidad” había empezado muchos años antes de llegar al teatro, cuando le cargaba la pesada cámara de cine de los hermanos Acevedo); o Plaza de Caicedo: la vida al improviso (1991), en el que se nos cuenta un día en la plaza principal de la ciudad poblada de lustradores y escribidores, de gente de paso que se sienta a escapar del sol, o de conversadores empedernidos que pasan allí el día entero, todos ellos tejiendo con sus cuerpos y sus sombras, sus voces y sus ruidos, la palpitante vida no sólo de un espacio urbano sino de un constante y cambiante coro ciudadano.

Como también fueron logros espléndidos los documentales hechos con algunos de los más apreciados artistas de la ciudad. Hernando Tejada, tejedor de sueños (1990), de Antonio Dorado y María Clara Borrero; Fernell Franco, escritura de luces y sombras (1995), de Óscar Campos y Maria C. Borrero; y Óscar Muñoz (1992), de Óscar Campos y Astrid Muñoz. Y ya que hablamos de artistas no podemos terminar este relato sin llamar a las cosas por su nombre. Me refiero a todo lo que tuvo de creación artística ese programa de experimentación audiovisual y narrativa que es Rostros y Rastros. La apuesta estética se transformó, no siempre pero con mucha frecuencia, en “obras” de arte. Bien fuera vía densificación expresiva de la imagen, como en Un ángel subterráneo (1992), de Oscar Campos, o de una preciosista ironía, como Piel de gallina (1998), de Carlos Espinosa y Mónica Arroyave, o del saber contar callejeramente el Arte sano cuadro a cuadro (1989) de Luis Ospina. Y esta última afirmación no tiene nada de nostálgica ni de un piropo al pasado, porque la apuesta que Rostros y Rastros le hizo al país sigue siendo tan necesaria o más hoy, cuando al mismo tiempo que el cine se abre camino en Colombia se le abren también montones trampas provenientes no sólo de las argucias rentabilizadoras del mercado sino del espejismo formalista y de los facilismos del cuentero, todas ellas lejanas, muy lejanas, de aquella osada experiencia estética que supo rastrear entre las vidas más cotidianas y los lenguajes más vitales algunos de los rostros más memorables de una ciudad, de una región y de un país.

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Conferencia rescrita en Bogotá, enero del 2010

Con muchas inquietudes en la cabeza alrededor de los usos de la imagen y su relación con las ciencias sociales, en Septiembre de 2007 Kino-Pravda (grupo de antropología visual) invitó al profesor Jesus Martin Barbero para que relatara su importante y pionera experiencia en el campo de las imágenes, durante el primer encuentro de antropología visual realizado en Bogotá, gracias al apoyo de la beca Nina S. De Friedmann del Instituto Colombiano de Antropología e Historia. Muy amablemente el profesor Barbero, leyó, revisó y reescribió su intervención para darnos este sugestivo artículo que relata algunas de las memorias de esa Cali Visual, que Papel de Colgadura está empeñada en re-descubrir.

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