Por Carlos José Reyes
La vida y la obra de Enrique Buenaventura se caracterizan por una larga lucha contra la muerte, que de una forma u otra aparece como personaje en muchas de sus obras. En su última batalla, permaneció tres meses en cuidados intensivos y los médicos que lo atendieron no se explicaban como permanecía vivo en circunstancias de extrema gravedad. El secreto, sin duda, estaba más en el arte poético que en la ciencia médica, pues era muy claro que el autor había congelado a la muerte en un árbol, como lo había hecho su personaje de Peralta en A la diestra de Dios padre, una de sus obras más representadas y queridas.
Como en el caso de don Ramón del Valle Inclán, uno de sus autores preferidos, la vida de Enrique Buenaventura, relatada por él mismo en sabrosas tertulias, está rodeada de una aureola mítica, de situaciones y personajes adornados por su vena poética y por su humor invencible, que surgía aún ante las situaciones más duras y dolorosas como el mejor antídoto contra cualquier sentimiento negativo, de claudicación o derrota.
Escuchando sus historias a lo largo de más de cuarenta años de conocerlo, y observando su proceso creativo como autor, poeta, dibujante, narrador, director teatral, maestro y actor permanente en la comedia nacional, sólo puedo pensar en un hombre siempre sonriente, sarcástico, que podría jugar hasta con los pelos de una calavera para hacer un chiste, y que deja un rico testamento no sólo en sus innumerables escritos, que componen un valioso patrimonio nacional y latinoamericano, sino ante todo la lección de un maestro inolvidable, cuya obra se refleja en la tarea de muchos hombres y mujeres que prosiguen la tarea teatral por él iniciada.
Por la línea materna, Buenaventura descendía de otro personaje de estirpe mitológica: el general Avelino Rosas (1856). Sus aguerridas acciones le valieron el apodo de “El león del Cauca”. Hacia finales de siglo, cuando el radicalismo perdió el poder Avelino Rosas creó un movimiento revolucionario que derrocó al gobierno de José Manuel Marroquín y le entregó el poder al pueblo. Este gesto del general no pasó de ser un aspaviento en medio de una situación que ya no tenía marcha atrás, pero daba cuenta de un hombre fiel a sus principios hasta la muerte. Fue fusilado al pisar el patio del primer cuartel al cual fue conducido. El general Rosas dejó una estela misteriosa entre sus allegados y familiares. El mismo Enrique Buenaventura me contó en una ocasión, al pedirme que le ayudara a investigar los documentos o noticias relacionadas con su abuelo, que su figura le interesaba, porque sus viejas tías y parientas más ancianas se santiguaban cada vez que oían pronunciar su nombre, que olía a pólvora y tal vez a azufre del infierno.
Entre el padre y la madre del dramaturgo, y en general, entre sus vertientes familiares, existía una notable oposición de ideas y actitudes ante la vida. El padre tenía un criterio amplio y liberal, mientras por los lados de su madre y sus tías los sentimientos religiosos las acercaban a la beatería. Entre el incienso y la pólvora se desarrolló su infancia, durante la cual el pequeño Enrique se disfrazaba de sacerdote y daba unas misas a parientes y amigos, con tal concentración que parientes y amigos cumplían todos los ritos. Llegaba hasta dar la comunión, con hostias que cortaba de obleas, y que los participantes recibían de rodillas con devoción y una cierta sonrisa indulgente. Es apenas natural, entonces, que la presencia de elementos religiosos y rituales, curas y beatos, hiciera parte de la galería de sus personajes en su gran fresco dramático.
La llegada de Buenaventura al teatro estuvo antecedida por varias búsquedas y tentativas por definir su camino en la vida. Su padre quería que estudiara derecho, Por esto viajó a la Universidad Nacional, en Bogotá, en el dilema de complacer a su padre o encontrar su verdadera vocación en un piélago de incertidumbre. Enrique se matriculó en dos carreras: Filosofía y Letras y Bellas Artes. Picó un poco de la una y de la otra. Leía y dibujaba, y en el ínterin, esbozaba los primeros intentos de escritura. Asistía a algunas clases y se ausentaba de muchas otras. Al entablar sus primeras amistades con artistas y escritores, decidió participar más de sus tertulias de café, que del aula académica, quizá con la idea de que se le podía aprender más a la vida misma y a los propios hombres en acción que a las cátedras magistrales.
Aquellas ráfagas de conocimiento se complementaron con su apetito voraz por la lectura, y en un arranque intempestivo resolvió alejarse por un tiempo del frío bogotano para dirigirse a la costa pacífica y escuchar los relatos de los negros, el ritmo de sus tambores, que él aprendería a tocar, así como a presenciar algunas de sus fiestas, entre las cuales se hallaban los rituales a la muerte de los niños, llamados “Chigualos”, como el famoso cuento del Chigualo del Rey, que yo le oí relatar en diversas oportunidades.
El Chocó ha sido a lo largo de su historia un departamento húmedo y aislado, donde las comunidades negras se habían refugiado desde los tiempos coloniales, para huir de la esclavitud, creando “palenques” de libertos, hasta los días de la república, durante los cuales la fiebre del oro condujo a muchos exploradores a esta tierra selvática, que recordaba a sus pobladores su antigua patria en el África profunda, y que permitía conservar elementos esenciales de su cultura y sus ritos. Enrique Buenaventura se interesó por estos valores, que habían sido despreciados por los sectores dirigentes del país, herederos de los antiguos colonizadores, hasta convertir esa experiencia y conocimiento en uno de los grandes temas de la obra dramática que desarrollaría más tarde.
Al regresar del Chocó, y con grandes deseos de encontrar una actividad que le permitiera expresar muchas ideas y sentimientos que le habían surgido en este viaje iniciático, Buenaventura resolvió intentar la aventura del teatro, vinculándose a una compañía de cómicos trashumantes, que se dedicaba a realizar espectáculos para el gusto popular. Se trataba del teatro-carpa Mesa-Nichols, para el cual escribía y representaba escenas de payasos, y también se vinculó con otros cómicos de la lengua de la época, como Andrés Crovo Amón y Luis Chiappe, entre cuyas piezas se contaba Dios se lo pague un teatro que, en el argot del medio, podría considerarse como “rasca”.
La familia, entre tanto, no dejaba de mostrar su preocupación, pues ese muchacho no parecía tomar en serio la vida y hallar una profesión que le permitiera contar con un medio de supervivencia. Al tocar este tema, años más tarde, y referirse al teatro profesional, Buenaventura decía, con aire socarrón: No vivimos de eso, pero vivimos haciendo eso.
En medio de sus dudas, en una época en que se fermentaba la violencia en Colombia, tras el asesinato del caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán en el 9 de abril de 1948, Buenaventura sintió que el teatro era el mejor medio para representar los conflictos y traer a escena las historias de lo que ya se había convertido en una tragedia nacional. Sin embargo, aún no tenía claro el tipo de teatro que convenía hacer, ya que la actividad escénica que existía en la época era muy precaria, y más allá del teatro costumbrista o del melodrama populachero, sólo comenzaban a perfilarse los dramas líricos escritos por los poetas llamados piedracielistas, con alguna influencia de García Lorca y el estilo de Juan Ramón Jiménez, pero sin mayor conocimiento de las técnicas dramáticas.
El empujón que faltaba lo dio la llegada a Colombia de la compañía argentina de Francisco Petrone, que se había iniciado con el movimiento de teatro independiente de Buenos Aires y había estudiado el método de la Escuela de Vivencia, de Stanislavski. Se trataba de una nueva actitud y otras técnicas del actor, para construir sus personajes. La antigua escuela de declamación y recitado era reemplazada por las vivencias de los actores, que daban a su tarea una mayor sinceridad y verosimilitud.
Buenaventura quedó muy impresionado por el montaje que Petrone hizo de La muerte de un viajante, de Arthur Miller, y sin pensarlo dos veces solicitó que lo recibieran en la compañía. En este momento se inicia la aventura viajera de Enrique Buenaventura por América Latina, durante la cual tuvo que asumir varios roles y trabajos para sobrevivir, desde apuntador de teatro, hasta marinero o pinche de cocina. Todas estas experiencias se reflejarían más tarde, de una u otra manera, en sus piezas teatrales.
En este accidentado viaje, la compañía de Petrone se disolvió en Caracas, y cada uno de sus miembros tomó un destino diferente. Buenaventura no estaba dispuesto a regresar como un fracasado, con el rabo entre las piernas, antes de haber dado un buen vistazo a la variedad de mundos, lenguas y culturas que poblaban las islas y tierra firme de la América española y portuguesa. Por eso resolvió subir al primer barco que lo recibió como grumete, con la intención de dirigirse a donde lo llevaran los vientos marinos.
En Haití conoció el vudú, que aparecería luego en su obra La tragedia del Rey Christopher, una notable pieza histórica con la cual obtendría el premio del Teatro de las Naciones en París, que luego sería literalmente copiada, según las palabras del propio Enrique, por el poeta Aimé Césaire, de Martinica, ante lo cual respondía con un guiño picaresco que eso no le importaba, ya que él no creía en la propiedad privada.
De las islas del Caribe tomó un barco que lo condujo a Salvador Bahía, en el Brasil, donde aprendió a chapucear el portugués, a apreciar las farsas populares con música y baile de carnaval y a iniciarse en los misterios del candombe. Sobre la veracidad de las aventuras que vivió por aquellos días habría que darle un beneficio de inventario como el que se le otorgaba a don Ramón del Valle-Inclán cuando relataba las suyas, pero entre idas y venidas por tierras extrañas, se fue configurando las bases de su imaginario personal, del cual extrajo la materia prima de su obra.
La religión, el fanatismo, la beatería, la pelea cazada entre la vida y la muerte, eran los elementos centrales de una primera pieza, hoy desaparecida, escrita durante su estadía en Argentina, por los días en que se abrían las salas experimentales de los teatros independientes. La obra, titulada El diablo llegó a la aldea, fue estrenada en Buenos Aires en 1956. Después de esta primera tentativa, Buenaventura quedaría indisolublemente ligado al arte escénico, como dramaturgo, teórico, director, promotor, actor ocasional, maestro y alma del teatro colombiano, y una de las figuras más representativas del teatro latinoamericano del Siglo XX.
La estadía en Buenos Aires había sido posible, según otro de los relatos de Enrique, gracias a que un amigo le había dejado un apartamento que se hallaba en pleito, por lo cual durante varios meses que vivió allí no tuvo que pagar el arriendo, y cuando la situación se ponía muy difícil para conseguir la comida, aplicaba un método que luego usó en París durante su estadía en aquella ciudad en la década siguiente, y que era la llamada Sopa de piedritas, título de una farsa que luego escribiría para teatro de muñecos. Para hacer esta sopa, se requería de un elemento sencillo, por ejemplo un huevo. Llegaba a la casa de unos amigos, y pedía que le prestaran una olla y un poco de agua para preparar el huevo que había llevado. Entre risas y charlas agregaba un poco de sal, algunos condimentos, un trozo de carne, una que otra verdura de las que se hallaban en la despensa, y así, poco a poco, se iba preparando una sopa espesa y nutritiva, sin que nadie lo hubiera invitado a almorzar, lo cual resultaba como el producto de su arte de sobrevivir.
La culinaria y la política se mezclarían en una de sus comedias más urticantes y satíricas, El Menú, una pieza con rasgos esperpénticos y personajes caricaturescos concebidos bajo la sombra de los aguafuertes de Goya y de sus propios dibujos, ya que además de su quehacer en los diversos dominios del teatro, Buenaventura siguió cultivando a lo largo de toda su vida la pintura y el dibujo, la poesía y diversas formas de ensayo y relato, como complementos indirectos de su pasión estética.
Enrique Buenaventura regresó a Colombia a finales de los años 50, poco tiempo después de haberse creado la Escuela Departamental de Teatro de Cali, para dar inicio a sus actividades, había sido contratado una figura reconocida del teatro español: Cayetano Luca de Tena. Tras un rápido proceso de trabajo, Luca de Tena resolvió adelantarse a cualquier pedagogía sensata, y emprendió el montaje de la comedia de Shakespeare El sueño de una noche de verano, que mostró sus conocimientos del movimiento de escena, las luces y la escenografía, pero con un deplorable resultado en el trabajo de los alumnos, que no pasaron del recitado escolar de sus parlamentos. Una escuela de verdad requería de un método adecuado para la formación de actores, y es allí cuando Buenaventura entra en escena, no sólo como profesor, sino como el alma de un nuevo plan para desarrollar las clases necesarias, de acuerdo con la experiencia y conocimiento que había tenido de los teatros independientes argentinos, y del teatro universitario chileno.
Por recomendación suya, los directivos de Bellas Artes de Cali, de la cual dependía la Escuela de Teatro, llamaron a un grupo de profesores argentinos, pertenecientes a este movimiento, para que se encargaran de las clases de interpretación y montaje. Fue así como se vincularon figuras como Pedro I. Martínez, Fanny Mikey, Boris Roth y otros al trabajo del cual surgiría con el tiempo un grupo estable, llamado inicialmente Teatro Escuela o Teatro Experimental de Cali, TEC, para finalmente convertirse en el decano de los grupos teatrales colombianos, al acercarse al medio siglo de su fundación. Se llevaron a escena obras clásicas y modernas, algunas latinoamericanas, como las Historias para ser contadas, de Oswaldo Dragún, y algunas de las primeras obras de Enrique Buenaventura, como El Monumento, pieza satírica sobre la historia oficial, en la cual el monumento de bronce de un héroe de la independencia se bajaba del pedestal para denunciar la falsedad con la que era tratada su memoria, y reivindicar su recuerdo como simple ser humano, con sus virtudes y defectos.
El TEC se convirtió a la larga en el laboratorio del teatro de Enrique Buenaventura. Muchos de los alumnos que salieron de la escuela se vincularon a las primeras etapas de su historia, y más adelante, se produjo una rotación permanente de los miembros del grupo, aunque conservando el espíritu de un elenco estable, que pudiera estudiar su propio método y configurar un estilo acorde con la evolución de Enrique Buenaventura como teórico y como poeta dramático. En este largo ejercicio de la práctica escénica, Buenaventura exploró otros caminos, como el teatro épico brechtiano, la creación colectiva, la dramaturgia del actor, con algunas incursiones al psicoanálisis y a la antropología, que eran tema constante de sus lecturas y experimentaciones autodidactas.
La guerra entre la vida y la muerte, con sus representantes y símbolos, es el eje de la obra de Enrique Buenaventura. En toda ella, hay un constante desafío a la muerte, que aparece como personaje en muchas ocasiones, o vista a través de sus sórdidos representantes, los matarifes ocultos tras muchas de las instituciones del poder.
Esta lucha oscila entre la picaresca y el horror, el juego irreverente y la ira sorda, elementos matizados por una actitud humanista y una visión política coherente, mantenida a lo largo de su vida pese a los cambios y fracasos, con una íntima coherencia. Una posición que se gesta más allá de cualquier militancia partidista, como un compromiso ético y social con el hombre, y en especial con los sectores más desprotegidos y vulnerables de la vida social, campesinos, mendigos, profesionales de las capas medias, como los que desfilan en Los papeles del infierno, una colección de obras breves en un acto sobre la violencia en Colombia, concebida con parámetros semejantes a las piezas del ciclo titulado Terror y miserias durante el III Reich, de Bertolt Brecht. Del autor alemán tomó la estructura general, aunque los personajes, situaciones y conflictos son muy diferentes, pues obedecen a la realidad colombiana.
La visión de la muerte como personaje aparece en muchas de sus obras. En la versión escénica del cuento de Tomás Carrasquilla A la diestra de Dios Padre, al personaje de Peralta, un campesino antioqueño cuyos ancestros hay que buscarlos en la picaresca española, se le presenta la muerte, y él la detiene sobre las ramas de un árbol seco, produciendo un notable trastorno tanto en la tierra como en las regiones celestiales. Esta metáfora se convertiría en una realidad, cuando de personaje simbólico la muerte se presentara de hecho frente a Enrique Buenaventura.
En El Entierro, se inspira en el relato de García Márquez Los funerales de la Mama Grande para mostrar el mundo de violencia y muerte que rodea a una gran matrona terrateniente. En su pieza breve La Maestra, la protagonista inicia su monólogo afirmando que está muerta, a la manera del Nôh japonés, de modo que las acciones representadas son la reconstrucción hecha por un fantasma de sucesos pasados, pero ella se dirige al público desde la otra orilla. En su pieza corta titulada Proyecto piloto no aparece una, sino varias clases de muertes, de acuerdo con los estratos y modalidades a las que alude. En su última jornada estaba escribiendo una obra, que por lo que parece quedó inconclusa, titulada Los dientes de la guerra, relacionada con la actual situación de guerra y violencia que vive Colombia en el presente, y con seguridad, la sombra de la muerte debería hacer parte de esos dientes funestos, enseñoreándose sobre la escena.
En la cultura y en la historia hay muertes de muertes. Después de algunas de ellas, el silencio es el resto, tal como se cierra el paradigma de Hamlet. En el caso de Enrique Buenaventura, sus cenizas fueron esparcidas en el patio del teatro, bajo la sombra de un frondoso árbol de mango, más como un acto de sembradores que de sepultureros. Tras las primeras lluvias, vinieron a confundirse con sus raíces.
Estas son, sin duda, las raíces del teatro colombiano, y pase lo que pase con los reveses de la historia y los virajes de las políticas culturales, habrá que contar con ellas para construir el futuro.
Carlos Jose Reyes es dramaturgo, libretista, guionista e investigador nacido en Bogotá (1941). Inició actividades teatrales en 1958. Miembro fundador de diversos grupos escénicos, como la Casa de la Cultura (hoy teatro La Candelaria) y El Alacrán. Ha sido profesor de humanidades y director escénico en universidades como la Nacional, el Externado y la UIS. Recibió el premio Casa de las Américas (Cuba, 1973) por sus obras para niños Globito manual y El hombre que escondió el Sol y la Luna, y es autor de otras piezas también para adultos, siete incluidas en el volumen Dentro y fuera. Escribió varias series del programa Revivamos nuestra historia, entre ellas Bolívar, el hombre de las dificultades (premio Simón Bolívar), y colaboró en la realización de películas como El río de las tumbas y Cóndores no entierran todos los días. Dirigió la Escuela de Teatro del Distrito y la Biblioteca Nacional de Colombia. Es miembro de las academias Colombiana de Historia, de Historia de Bogotá y Colombiana de la Lengua. En 2005 obtuvo el primer premio (compartido) en el concurso de la Universidad de Salamanca, por su trabajo sobre Don Quijote en América. Su libro más reciente es Carlos V, el dueño del mundo.