Larry tragamonedas

Juan Felipe Ledesma

Larry se incorporó con dificultad y vomitó un poco. La cabeza le ardía y sentía el cuerpo ensopado en un sudor que olía a alcohol y a orines. El día no había empezado nada mal.

Hacía un calor de mil demonios. El asfalto parecía derretirse a lo lejos y el sol brillaba implacable en lo alto; era medio día. Larry casi no podía ver en medio de tanta luz. Le dolían los ojos. A su lado distinguió vagamente una botella de cerveza. Sonrió al instante, la cogió y se la llevó a la boca. Estaba hirviendo y su sabor era espeluznante. Larry se sintió reconfortado.

Antes de terminar lo poco que quedaba de la cerveza, vio que un perro callejero se le acercaba. Se dirigió al vómito y lo lamió un buen rato. “¡Wow!” pensó, “el mundo si es verdaderamente absurdo”, y se echó a reír a carcajadas. Estaba de maravilla.

El perro se volteó y trató de orinar sobre el costado derecho de Larry. Él lo empujó con fuerza y el perro le peló rabiosamente los dientes. Luego se fue a orinar a otro lado y siguió su camino. Larry sabía que si seguía sentado ahí, en ese andén, tarde o temprano se insolaría, pero no le importó. Aceptaba su dolor pues se sabía culpable del mismo y esto lo hacía sentir poderoso. Él decidía sobre su propio flagelo y se responsabilizaba de su decadencia. “¡Soy un miserable, pero consciente! ¡Mi destino me pertenece!” gritaba a veces por ahí cuando estaba bien borracho. La gente lo creía un loco, un borrachín indeseable. Larry se creía un adelantado.

El tipo no era un indigente ni mucho menos. Recibía una renta mensual gracias a una herencia que le había dejado una tía y que le alcanzaba para vestirse y comer bien. También para beber alcohol y tener mujeres de vez en cuando.

Ese día estaba fatal pero bien vestido. La noche anterior se había tirado a una chica que andaba buscando algún burro que la mantuviera por lo alto. Él ya sabía cómo eran estas mujeres, así que se hizo el tonto y dejó que ella actuara. Él sólo sacaba los billetes para el licor. Lo demás fue esperar.

¿Cómo había llegado a ese lugar al día siguiente? No lo sabía pero tampoco le importaba. Sentado, mirándose la punta del zapato, sintió una sombra que lo iba cubriendo. Era un hombrecillo reluciente. Zapatos bien lustrados, pantalón de lino y camisa por dentro. Llevaba un libro negro en su mano izquierda: La Biblia.

– “Hermano mío, Dios es omnipresente, omnisciente y todo poderoso. Todo lo ve, todo lo oye y todo lo sabe. No es posible escapar de su voluntad” – dijo el hombrecillo convencido y con vos estentórea.

– “Oye, yo no soy tu hermano, te equivocas. Mi hermano se llama Albert”, – replicó Larry. Miró a su alrededor en busca de Dios pero sólo vio un montoncito de basura, carros y personas.

El hombrecillo, comprobando que Larry era un insensato y un pecador, creyó conveniente enseñarle el correcto camino. – “¿Cómo te llamas, buen hombre? Tal vez no lo sabes pero eres un pecador y te has desviado de la senda del señor. Tu vida está llena de miseria. No tienes a Dios en tu corazón, debes dejarlo entrar y obedecer su mandato”.

– “No te entiendo chico” – dijo Larry sorprendido y continuó – “¿Crees que soy como un escupitajo no es cierto? Pero dices que Dios es todopoderoso, de modo que él no permitiría esto a menos que lo quisiera así. Si lo quiere de esa forma, entonces yo soy un escombro de hombre por la misma voluntad divina ¡Soy el hijo querido de Dios!”

El hombrecillo se sintió golpeado hondamente, pero no desistió.- “Las cosas de Dios son misteriosas a la mente humana, sin embargo Él nos ha revelado el camino de la vida eterna y está dicho que el que no lo siga, será ¡condenado! Es la fe y no la razón la que nos salva”.

Larry no dijo nada. El hombrecillo tomó aire y continuó confiado – “Tú eres un miserable porque no tienes fe y serás condenado, por eso debes obedecer, por eso debes reformarte, para que puedas ser feliz y llegar al paraíso”.

– “Este tipo es un pesado”- pensó Larry fastidiado y le dijo – “Oye, oye, para mí ya es difícil creer que lo que veo es real y ¿tú me pides que crea en algo a lo que definitivamente no tengo acceso? A mí no me importa tu Dios, tengo fe en que no estoy borracho y que este momento existe, que no es un sueño. Así soy feliz. No necesito a Dios para ser responsable de mi vida, para saber que la vida me pertenece. Así como a ti no te importa saber o no si existe para creer en él, a mí tampoco me importa saber si existe, para no creer en él”.

En ese momento el hombrecillo soltó un chillido extraño, pero no dijo nada. Pensó que no había caso y se fue con rabia pero convencido de su fe.

Al rato Larry se paró y empezó a caminar. En eso se encontró cincuenta mil pesos tirados por ahí. Sonrió y buscó inmediatamente un bar donde gastarlos.

Juan Felipe Ledesma es estudiante de Antropología y Economía y negocios internacionales de la Universidad ICESI. Cuando tenía 15 años, por casualidades de la vida, leyó La Nausea de Sartre, releyó El Túnel de Sábato y vio The Wall de Pink Floyd, casi de seguido. Algo nada recomendable para la tranquilidad emocional. Lo han impresionado mucho, autores como Dostoievski, Saramago, Camus y Bukowski.

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