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Primer día del ENEAA 2018

Una vez listos, salimos hacia el lugar donde procederemos a hacer nuestra inscripción al evento. La calle ya se encuentra con mayor actividad, el sol se posa fuertemente sobre nuestros cuerpos y la humedad reina en el ambiente. La brisa, otras veces tan características de esta ciudad, esta vez brilla por su ausencia. Caminamos tres cuadras antes de llegar a un lugar conocido como “El Claustro”, una de las tres casas coloniales más antiguas de la ciudad. Con pasillos frescos y amplios, balcones con barandillas de Roble, imponentes arcos semicirculares sostenidos de grandes columnas que enmarcan el centro del recinto donde un frondoso árbol le regala su sombra al lugar. Este edificio configura el Museo del Arte de la Universidad del Magdalena, la Institución que está presidiendo el encuentro este año. Es aquí donde se dará mi primera interacción con estudiantes de Antropología de otras universidades. Estoy rodeada de gente joven, muy joven; miro a mi alrededor y los adultos parecieran haberse escondido en sus madrigueras. Percibo algunas miradas curiosas sobre mí que me llevan inevitablemente a sentir que no soy del todo bienvenida en ese lugar; puede ser una percepción subjetiva, nada más, pero no por eso deja de sentirse como algo real. Mi presencia sigue siendo extraña y comienzo a sentirme tan añeja como las gruesas paredes de aquel recinto.

Cuando termino de dar mis datos para la inscripción, uno de los organizadores me entrega una pequeña bolsa que contiene un poster, un cronograma y una vistosa libreta cuya portada tiene el dibujo en blanco y negro… y rojo, de tres mujeres caníbales cómo imagen principal. Sonrío al pensar en Elvia, la nana de mis hijos, quien es una devota cristiana y no sabe leer, pero ¿Qué lectura haría ella de esta imagen? ¿Qué se le pasará por la cabeza cuando se tope con este pequeño cuadernillo entre mi desorden? ¿Qué pensaría ella si yo decidiera colgar el poster? No puedo evitar sentir que su formación profundamente religiosa podría darme respuestas bastante interesantes al respecto.

Una vez terminamos el trámite, me uno a un grupo de chicas que se encuentran buscando un lugar para encargar los almuerzos de aquel día, pues la tarea de cocinar decidimos abordarla a partir del día siguiente. Caminamos por varias cuadras del Centro histórico y encontramos un pequeño restaurante donde encargaremos veintiún platos para el medio día. Luego, haciendo algo de tiempo, nos dirigimos hacia la Bahía de Santa Marta que se encuentra bastante cerca del lugar. Allí, algunos vendedores se nos acercan para ofrecernos pulseras, collares, gafas, refrescos y helados. Uno de los comerciantes, de origen venezolano, se acerca directamente a mí y me pregunta si soy la profesora del grupo de “chamas” que me acompaña. Con mi mejor sonrisa le respondo que no, que yo también soy estudiante y con un gesto cordial rechazo las pulseritas de coral que insistentemente, me está mostrando. Nuevamente me siento un elemento a parte del grupo, no termino de encajar. Trato de disipar esta incómoda sensación mirando por enésima vez el lugar que me rodea. No es la primera vez que vengo a Santa Marta. El ambiente cálido y costero de esta hermosa ciudad, vivido ahora como estudiante de Antropología, comienza a tomar otro significado: me encuentro atenta a observarlo todo, a ser consciente de cada minucia, racionalizo cada sensación con cuidado… no llevo cuatro horas de haber llegado y ya me siento exhausta. Comienzo a ver la ciudad de manera diferente, pero no estoy muy segura de estarlo disfrutando…

Llegado el medio día, nos dirigimos nuevamente al pequeño restaurante donde encargamos los almuerzos. Por un momento, pareciera que haber despejado el hambre hubiera a su vez disipado la incómoda sensación que cargaba desde la llegada al hostal. Los estudiantes comienzan a llegar por grupos y el estrecho antro se llena. Mi mesa está conformada por seis hermosas niñas con las que entablo una animada conversación variopinta. Hablar con mis compañeros de Antropología me resulta sorprendentemente fácil; desde mi primera interacción con ellos, en Cali, me he sentido muy bien recibida en un grupo que me asombra por su unidad. Estoy yo, que soy de primero y podría seguir enumerándolos, uno por uno, sin lograr distinguir entre ellos, en que semestre de su carrera se encuentran. Aquí el grado que estés cursando, se desdibuja en una interacción afable y cercana entre todos los integrantes icesistas de Antropología, algo que no había experimentado previamente en mi formación académica.

Cuando terminamos la hora del almuerzo, me dirijo de nuevo hacia el hostal. Quiero descansar un rato, pues desde nuestra llegada no hemos parado. Allí, me encuentro con mis compañeros de cuarto, los cuales habían decidido almorzar en otro lugar. Una vez recobramos fuerzas, a una de las chicas le entran unas ganas irrefrenables de bañarse en el mar. De nada sirven mis advertencias. Mis venidas previas a la ciudad me han hecho “comprender” que la playa de la Bahía no es un sitio apto para bañarse. Este litoral queda bastante cerca al puerto de una de las empresas carboníferas más importantes del país y esto se nota en la superficie tiznada del agua y en el aire cargado de un fino tufillo a Diesel. Esta parte de la costa samaria no es realmente turística, son los lugareños, de estratos más humildes, los que se recrean en estas aguas. Lo sé, pues parte de la familia de mi esposo vive aquí y los problemas de contaminación que existen alrededor de este sitio hermoso de Santa Marta son un tema de conversación recurrente. Derrotada en mis esfuerzos, mis compañeros entran al mar. Parecen niños pequeños divirtiéndose por primera vez en el océano. Una gran sonrisa surca sus rostros. Juegan, chapalean, se toman fotos; parecieran amigos de toda la vida. Se que algunos no lo son, nuevamente la congenialidad me sorprende. Decido contemplar el cuadro desde la playa. A mi lado se encuentra otra de mis compañeras de habitación, que ha decidido, por una pequeña herida que tiene en uno de sus pies, seguir mi consejo y mantenerse fuera del agua. No recuerdo haberla visto antes de que nos adjudicaran el cuarto, comenzamos a conocernos y la conversación va fluyendo naturalmente. Como la mayoría de la gente, ella está interesada en saber por qué una médica decidió estudiar Antropología. No tengo todavía una clara razón para esto, lo único que puedo responder, con absoluta sinceridad, es que frente al crisol de opciones la Antropología era la opción que más movía mis entrañas, la que más excitación me causaba. Un reto completamente nuevo, una posibilidad de cambiar y conocer nuevos universos, la necesidad de usar la cabeza para algo más que formulas y tecnicismos propios de las ciencias exactas o biológicas; una necesidad de intimar aún más con el ser humano, conocerlo, comprenderlo; algo que ya debería haberme brindado la ciencia médica, pero que, paradógicamente, me lo ha quitado…  Hablamos durante aproximadamente dos horas, la charla se fue direccionando hacia anécdotas que yo consideraba de tipo “antropológico” dentro de mi práctica médica; mi compañera también se animó a contarme sus experiencias con la carrera y los esfuerzos que hace para terminarla, ya que ella es quien costea sus estudios. Veo que tiene un interés genuino por conocer cómo se mueve la gente en la gran diversidad cultural que nos rodea. Ante todo, veo una mujer bastante sensible ante la naturaleza diversa, caótica e imperfecta del ser humano. Por la forma en que me interpela frente a los temas de salud que abordamos, veo que se identifica plena y profundamente con el papel de paciente. Esto es algo que he llegado a notar solamente en personas que han tenido que enfrentar al Sistema con experiencias verdaderamente particulares y retadoras en el ámbito clínico; y aunque no hablemos sobre ello, veo que cuenta con ese sello inconfundible en su discurso.

Antes de irnos, miro mis pies descalzos que han estado jugando, durante casi dos horas, despreocupadamente en la cálida arena. El tiempo ha pasado volando y al finalizar la tarde me he encontrado con que tengo una nueva amiga, una con la que he disfrutado mucho el diálogo, con la cual no hay que forzar las palabras o, por el contrario, contenerlas. Esta facilidad para entablar relaciones, legítimamente cómodas, es algo completamente nuevo para mí y no estoy muy segura de cómo sentirme al respecto, la diferencia de edad con estas personas es algo que no puedo sacar de mi mente. Tengo bastante arena en mis piernas, así que, sin pensarlo demasiado, remango mi vestido y sumerjo la mitad de mi cuerpo en las cálidas aguas de la Bahía de Santa Marta. De repente, la playa ya no se ve tan sucia, el mar está menos oscuro y el agua se torna más cristalina de lo habitual; noto que no se siente el olor a combustible y la gente “popular” ya no encaja de manera justa en este odioso calificativo. Mientras tanto, un océano naranja crepuscular recibe las vivas y celebraciones que mis compañeros hacen por haberme metido. Ahora es tiempo de alistarnos pues debemos dirigirnos a San Pedro Alejandrino, lugar donde se realizará la inauguración del evento.

 

San Pedro Alejandrino

Tomamos un taxi que nos llevará rápidamente al otro extremo de la ciudad, donde se encuentra la Quinta de San Pedro Alejandrino. Esta imponente hacienda, que en principio perteneció a la iglesia católica, data de los años 1600, cuyo nombre hace homenaje al sacerdote español Pedro Godoy. Notables familias de la hidalguía española fueron propietarias de este lugar, pero lo que la hace realmente emblemática hoy en día y lo que la convierte en el lugar histórico, tal vez, más preponderante de Santa Marta, es que aquí nuestro Libertador se exiliaría para pasar sus últimos días. La Quinta aún conserva la estrecha cama de madera, tendida con nada más que una bandera tricolor que funge de cubrelecho. Allí, Simón Bolívar exhalaría su último y esforzado suspiro, víctima de una presunta tuberculosis que le impediría llegar a su destino final: Cartagena de Indias.

La Quinta es un sitio estratégico para el turismo histórico de la región. La casa aun conserva muchos de los muebles y enseres que datan de aquella época independentista, y elegantes e imponentes esculturas de mármol recrean aquellos próceres libertadores, los cuales se encuentran expuestos de tal manera que se debe levantar bastante la mirada para apreciarlos, casi en un inconsciente pero obligado gesto de veneración.

La primera vez que vine, fue hace ya diez años, durante mi Luna de Miel. Años más tarde volvería con toda la familia. Esta vez, que sería la tercera, no hice ya el recorrido por la Hacienda, llegamos directamente al anfiteatro donde daría lugar el evento de apertura. Eran aproximadamente 600 jóvenes de diferentes partes del país. Nuevamente, pocos adultos se observaban en el lugar: algunos técnicos de video y sonido, otros profesores, personal de la Quinta; en general el panorama era homogenizado con estudiantes que no superaban los 24 años de edad. Me paseaba por el lugar mientras escuchaba algunas conversaciones que se entablaban esperando el inicio del acto: la mayoría hablaban de fiestas, lugares para ir a tomar una vez se terminara la inauguración, la escapada al Rodadero, la “pea” de fulanito o sutanito tal o cual día… yo solo pensaba en que era hora de llamar casa y averiguar cómo mi prole había pasado sin su madre y sin su esposa este primer día. No sé porque, tal vez fue la cantidad abrumadora de estudiantes jóvenes; o las conversaciones propias de personas que cronológicamente poco tienen que ver conmigo; tal vez fue el hecho de estar separada, por primera vez y por tanto tiempo, de mis hijos; pero nuevamente, y con más fuerza que en cualquier otro momento de esta jornada, me sentí profunda y desesperadamente fuera de lugar. En este instante, los miraba a todos como a unos niños y a mí como una completa irresponsable. En este momento debería estar trabajando, aportando al hogar; o bien preparándome para hacerlo, desde estándares académicamente más avanzados, sobre el mismo camino que años atrás ya había escogido y ya había comenzado a andar. No era adecuado estar allí, dejar a mi familia sola para venir de aventuras con un grupo de “preescolar” ¿a qué rayos estaba jugando? Este era un espacio al que yo ya no tenía derecho, mi momento había pasado y no era un acto de madurez volverlo a cruzar. Esta sensación me tenía completamente abrumada, ¿cómo una decisión que se tomó de manera tan consciente, de repente se ponía en duda de manera tan dramática?  Lo cierto es que lo único que quería era salir de allí. Ya había pensado en cambiarme a un hotel más cómodo, comprar mi propia comida y devolverme en avión… definitivamente no me estaba adaptando. La edad y el ego me estaban pasando factura…

Fue difícil concentrarse en la ceremonia inaugural. Los jóvenes recitaban sus discursos agradeciendo a los organizadores del evento, se pasaron algunos videos donde reconocidos antropólogos nacionales le daban su espaldarazo a aquel acto, hablaron algunas personas influyentes de la Universidad del Magdalena; pero lo que me conectó nuevamente con ese momento, y en general con el porqué de mi presencia en aquel lugar, fueron unas cuantas palabras del director del programa de Antropología de aquella Universidad. En alguna parte de su alocución, el docente afirma que la gente del promedio se encuentra en un estado de confort no solo físico sino también mental, y que son los antropólogos los llamados a romper con dicho estado. Aquellas palabras me tranquilizan: si lo que quiero es romper con dicho bienestar, con el status quo que la sociedad busca hacernos mantener, no tiene por qué ser extraño comenzar con incomodarme a mí misma, ¿no es precisamente eso lo que estoy haciendo? ¿Comenzar de cero solo por la firme convicción de querer ser una persona y una profesional diferente?  Después de todo, tal vez no esté en el lugar equivocado si de romper estados de confort se trata…

Una vez terminada esta intervención, comienzan el acto cultural. Siento que nuevamente se me ha recordado el sentido de estar allí. Si bien no hay una respuesta concreta, las emociones comienzan de nuevo a sintonizar con el propósito de querer ser antropóloga y los “sacrificios” que esto va a acarrear. Deconstruirnos es un proceso doloroso, pero reconstruirnos, con base en lo que plenamente nos identifica, llega a ser verdaderamente satisfactorio. Me doy cuenta que romper con los prejuicios sociales, ha resultado tal vez más difícil para mí que para los que me rodean. Volver a empezar no ha sido tan fácil como lo presupuestaba, aunque nadie en mi entorno haya dicho una sola palabra. Entre la exposición de música y las danzas propias de la zona Caribe, con la que los anfitriones han querido darnos la bienvenida, decido que es hora de comenzar a escribir; al fin y al cabo, esta será la nueva tarea que tendré durante los próximos años, ¿Qué mejor que comenzar registrando toda esta evolución desde el comienzo? El curioso cuadernillo que se me entregó en el momento de la inscripción será mi primer diario de campo. Todavía no sé lo que esto del diario significa, así que por esta noche tomaré el manuscrito como una fuente de desahogo existencial y mañana, con la guía de Eduardo Restrepo y su libro sobre etnografía, me pondré a trabajar más conscientemente en lo que será mi trabajo de campo.

Cuando llegamos de nuevo al cuarto, me doy cuenta que el aire acondicionado no funciona. A mis compañeros esto pareciera no preocuparles, yo solo pienso en el Marriot de Santa Marta. No sé si reírme o sentirme avergonzada. Aquella noche me acuesto preguntándome sobre cómo lograr una adecuada etnografía cuando la situación te sobrepasa. Siento que es algo completamente imposible. Escribir de manera objetiva sobre algo cuando está siendo atravesada de manera significativa tu forma de sentir o de pensar, cuando tú misma te estas cuestionando por la manera en cómo percibes el mundo, ¿cómo mantener la objetividad?…

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