Por Juan Fischer, estudiante de décimo semestre de Psicología de la Universidad Icesi
Está muy de moda decir que se debe cambiar la mirada sobre las drogas, de un tratamiento judicial a uno de salud pública. Sin embargo, esta idea esgrimida por algunos considerados más progresistas tiene su doble filo, si no se aclara a qué se refiere.
Cambiar la mirada sobre el consumo como un delito a una enfermedad, sólo se está disfrazando el estigma, simulando que se da un trato más humano. En esta misma perspectiva pueden entrar afirmaciones como la del Sacro Procurador General de la Nación, quien afirma que la reforma al artículo 49 de la Constitución Política de Colombia, que prohíbe del porte de sustancias para uso personal aprobada, no es inconstitucional, entre muchas razones, porque contempla el consumo como una enfermedad, protegiendo así la salud pública, fingiendo despolitizar una posición completamente moral. Decir que las personas que usan sustancias psicoactivas ilegales no deben ser encerrados en cárceles sino en hospitales psiquiátricos o comunidades terapéuticas no es nada más que un sucio eufemismo.
Si bien el fenómeno de las drogas enmarca problemas de seguridad, de salud, no es reductible a esto. El fenómeno de las drogas es un fenómeno hipercomplejo que incluye aspectos económicos (como cualquier otra actividad sujeta a leyes del mercado), de seguridad (como toda actividad relegada al mercado negro), de salud (como toda actividad que implique prácticas potencialmente dañinas al organismo), y culturales (como toda actividad en la que existe una producción e intercambio de significados y valores que intervienen en la construcción de subjetividades).
Es importante que no se reduzca el fenómeno de las drogas a una única de estas facetas, puesto que el uso de drogas depende del momento histórico y cultural en el que se dé. No es lo mismo una comunidad indígena que hace uso del peyote como instrumento ritual, un o una joven que fuma marihuana ocasionalmente o un adulto que usa y abusa del alcohol. Las drogas han tenido distintos usos en cada momento de la historia y unos han sido más problemáticos que otros, por lo cual reducir el uso de estas sustancias a un problema jurídico o a un problema de salud no hace sino mantenerlo en el registro de lo anormal, de aquello que no se adapta a las normas de la sociedad dominante.
No se trata de negar los efectos negativos de ciertas sustancias sobre el organismo, ni decir que todas las personas que usan drogas son buenas personas. Es cierto que en el contexto actual, sobre todo en los espacios urbanos, pero no restringido a estos, el consumo de ciertas drogas y ciertas prácticas asociadas a esto se han constituido como problemas de salud pública, el uso problemático de drogas. El uso de drogas inyectables se ha asociado a la transmisión del VIH y las Hepatitis B y C, pero no son las drogas en sí, ni la vía de admisión, sino prácticas como compartir agujas; el uso de crack, paco o basuco propicia enfermedades respiratorias como la Tuberculósis, y el compartir las pipas y latas también propicia la transmisión del VIH y las Hepatitis. Sin embargo, cuando se habla de cambiar de un paradigma ético-jurídico a uno de salud se suele seguir pensando en las drogas únicamente en las catalogadas como ilegales y la adicción como “El Problema”. El tabaco causa cerca de 6 millones de muertes en 2008 y el alcohol unos 2 millones y medio en 2011 según la Organización Mundial de la Salud (OMS), mientras que las drogas ilegales juntas alcanzan alrededor de unas 27.000 muertes en el último año registrado a nivel mundial (el último año de registro varía de país a país, siendo 2009 el más reciente y 2001 el más antiguo), reconociendo el subregistro que hay en estos casos por ser prácticas marginalizadas legal y socialmente, pero a pesar de estas cifras no es común considerar enfermos o enfermas a todas las personas que acuden cada fin de semana a un bar o a una discoteca, ni a quienes fuman tabaco, aunque algunas personas consideren inapropiadas estas conductas, y ni que decir de las personas que usan y abusan de los psicofármacos de prescripción médica, como las benzodiacepinas.
Por el contrario, y parafraseando a Emiliado Galende, las personas que hacen uso de drogas deben ser vistas como sujetos de derechos, personas responsables de sus actos (que algunas personas no se hagan cargo no los exime de su responsabilidad), sean estos dañinos o no para sí mismos, lo cual no es siempre una constante
Alberto Calabrese, miembro del comité asesor sobre drogas del Ministerio de Justicia de Argentina, invitado como ponente en la VIII conferencia nacional sobre políticas de drogas, realizada en Buenos Aires en el año 2010 cataloga como falacia el supuesto logro de cambiar de un modelo jurídico, un modelo penal a uno de la salud “porque el ámbito de la salud no preparado es un ámbito tan represivo o más que el que suma una policía en la calle o un juez no suficientemente empapado de estas cuestiones”.
Esta discusión un tanto más teórica por un lado. Ahora, particularizando en el contexto del debate actual en Colombia en materia de drogas se ha centrado en esta falsa disyuntiva y está permitiendo que se instauren discursos y prácticas que violentan los derechos y libertades de las personas que hacen uso de drogas. Dos propuestas diferentes, pero complementarias se están posicionando a nivel legislativo, cuyos únicos fines pueden ser el control social y no la salud o seguridad (entendida como disminución de la violencia, delitos y homicidios, y no como un mecanismo bélico de control y vigilancia).
Por un lado, el artículo 11 de la Ley de Seguridad Ciudadana modifica el artículo 376 de la ley 599 de 2000 que trata el Tráfico, fabricación y porte de sustancias estupefacientes. Este artículo penalizaba el transporte, almacenamiento, elaboración, venta, etc, de drogas contempladas en el Convenio de las Naciones Unidas con penas de entre 128 y 360 meses de prisión, entre 10 y 30 años, y multas de entre 1.334 y 50.000 salarios mínimos legales vigentes, “salvo lo dispuesto sobre dosis para uso personal”. La modificación consiste en retirar esta salvedad que tiene el porte y transporte de drogas para uso personal, por lo cual se está penalizando el porte y consumo. El primer paso para esto se dio durante el gobierno de Álvaro Uribe, cuando se “prohibió” el porte, pero sin penalizar… no nos crean tan idiotas.
Por otro lado, el senador del partido de la U, Juan Carlos Vélez, radicó un proyecto de ley con el objetivo de reglamentar la prohibición mencionada. En dicho proyecto se propone que el Estado asuma todos los gastos de rehabilitación de adictos y adictas. Se menciona que “si una persona es sorprendida con estupefacientes, será remitida a una estación de policía. Allí, se le decomisará la droga y sería sometida a una evaluación médica. Si esta determina un caso de adicción, y no de consumo ocasional, la persona podrá ser internada de forma inmediata en un centro de rehabilitación” (SEMANA, 10/08/11).
Aquí aparece explicito el papel normalizador que tiene el discurso de salubridad sobre el consumo de drogas. Por un lado, esta medida congestiona el aparato de Medicina Legal, obligando a los y las profesionales en materia de salud mental a encargarse de una enorme cantidad de casos entrantes de consumo de drogas, que en su mayoría son ocasionales o recreacionales, para determinar si se trata o no de adicción. Implica el encierro (así sea temporal) de personas en estaciones de policía que por lo general tienen pésimas condiciones de seguridad y sanidad, por una conducta que no afecta a terceros… es decir, se pone en riesgo la seguridad de la persona, para no poner en riesgo potencial la de las demás. Por otro lado, implica un enorme gasto para el Estado brindar atención a gente que no la está pidiendo, por lo cual los tratamientos no serán efectivos. No quiero que interpreten esto como que no se debe brindar atención, pero brindar atención en condiciones que impiden su eficacia es botar la plata. Este tratamiento obligado también implica una violación de los derechos del paciente en cuanto a desconocer la importancia de su consentimiento para ser atendido por medio de tal o cual dispositivo, basándose en la supuesta incapacidad de las personas por el efecto de las drogas, lo cual implica desconocimiento de su calidad de sujeto de derechos. Y finalmente, retomando las palabras de Calabrese, un sistema sanitario que no está correctamente preparado es tan punitivo y restrictivo como un tratamiento judicial.
¿Qué ocurre entonces con los y las usuarias de drogas? Si un policía te encuentra alguna cantidad de sustancias psicoactivas catalogadas como ilegales (la ilegalidad no es propia del objeto, sino una construcción jurídica), te lleva a la estación. Si llegasen a aprobar el proyecto de ley propuesto por el senador Vélez, deberás ser evaluado o evaluada médicamente. Si eres un o una adicta o consumidor problemático (que podría ser cualquiera bajo los parámetros rígidos de la medicina), la autoridad policial tiene el poder para internarte inmediatamente en un tratamiento de rehabilitación (al parecer no hay opción para tratamientos ambulatorios). Si el médico resuelve que no “padeces” de una adicción… sigues violando la Ley de Seguridad Ciudadana y ya no serás una persona “enferma”, sino “delincuente”.
La conjunción de ambos discursos (ético-jurídico y médico), que a veces aparecen como una disyuntiva, tiene la función de articular y fortalecer un sistema paternalista, restrictivo y castigador, que antes que promover la salud y seguridad de las personas, promueve la profundización de estigmas y la ulterior exclusión social, la marginalización de los sujetos catalogados como anormales, que en su mayoría poco o nada tienen que ver con las ideas de peligrosidad o incapacidad.